Monday, December 04, 2006

 

1979


Sunday, December 03, 2006

 

Í n d i c e

LA FICCIÓN DE LA MEMORIA
Ediciones Era y UNAM

De venta en:
erapedidos@laneta.apc.org
http://www.edicionesera.com.mx/


Juan Rulfo ante la crítica
Selección y prólogo de
Federico Campbell


Prólogo
Federico Campbell

ENSAYOS
Carlos Blanco Aguinaga, Realidad y estilo de Juan Rulfo
Mariana Frenk, Pedro Páramo
José de la Colina, Susana San Juan (El mito femenino en Pedro Páramo)
Luis Harss, Juan Rulfo o la pena sin nombre
Manuel Durán, Juan Rulfo, cuentista: la verdad casi sospechosa
Emir Rodríguez Monegal, Relectura de Pedro Páramo
Jean Franco, El viaje al país de los muertos
Juan Manuel Galaviz, De “Los murmullos” a Pedro Páramo
Carlos Monsiváis, Sí, tampoco los muertos retoñan. Desgraciadamente Augusto Roa Bastos, Los trasterrados de Comala
Fabienne Bradu, Ecos de Páramo
Felipe Garrido, La sonrisa de Juan Rulfo
Carlos Fuentes, Juan Rulfo, el tiempo del mito
José Pascual Buxó, Los laberintos de la memoria
Mónica Mansour, El discurso de la memoria
Jorge Ruffinelli, La leyenda de Rulfo: cómo se construye el escritor desde el momento en que deja de serlo
Julio Ortega, Enigmas de Pedro Páramo
Samuel Gordon, Juan Rulfo: una conversación hecha de muchas. Diálogos entre textos, pre-textos y para-textos
Rafael Humberto Moreno-Durán, La sublimación y la expresión del mito
Juan José Doñán, El milagro de Juan Rulfo
Margo Glantz, La forma de la muerte
Roberto García Bonilla, Juan Rulfo y la ciudad de México
Adriana Menassé, Comala o la ley ausente
Sara Poot Herrera, Narradores asesinos en El Llano en llamas
Juan Villoro, Lección de arena, Pedro Páramo
Jorge Aguilar Mora, Las piedras de Juan Rulfo
Federico Campbell, La invención de la memoria

TESTIMONIOS
Alfonso Reyes, Edición francesa de Pedro Páramo
José Emilio Pacheco, Juan Rulfo en 1959

Gabriel García Márquez, Breves nostalgias sobre Juan Rulfo
Jorge Luis Borges, Juan Rulfo: Pedro Páramo
Felipe Cobián, En tierras de Rulfo
Federico Munguía Cárdenas, Antecedentes y datos biográficos de Juan Rulfo
Elías Trabulse, Juan Rulfo y las crónicas coloniales
Jaime García Terrés, Proemio
Salvador Elizondo, Juan Rulfo
Susan Sontag, Pedro Páramo: un clásico mexicano en inglés
Augusto Monterroso, Los fantasmas de Rulfo
Juan José Arreola, Memoria y olvido
Jorge Volpi, Me mataron los murmullos
Federico Campbell, La insinuación rulfiana

ENTREVISTAS
Joseph Sommers, Los muertos no tienen tiempo ni espacio
Elena Poniatowska, ¡Ay vida, no me mereces!
Fernando Benítez, Conversaciones con Juan Rulfo


BIBLIOGRAFÍA













 

Yo también soy hijo de Pedro Páramo

—¿Y las leyes?
—¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley
de ahora en adelante la vamos a
hacer nosotros.

Juan Rulfo, Pedro Páramo




Sabemos que no hay que abusar demasiado de la literatura ni exprimir una novela hasta hacerla decir algo que ni siquiera indirectamente dice. Porque así como no se puede afirmar con toda certeza que Pedro Páramo —el personaje de la novela que Juan Rulfo escribió hace cincuenta años— es el cacique por antonomasia ni sostener que es el encomendero por inferencia histórica tampoco puede establecerse inequívocamente que sea la figura del padre al que hay que aniquilar como lo hizo Edipo con el suyo, en la tragedia de Sófocles, por mucho que el parricidio lo cumpla Abundio Martínez al acuchillar al cacique. Todas estas sugerencias o asociaciones de ideas están por supuesto allí, en el personaje y en la imaginación activa del lector, pero no hay que deducirlas de manera tan automática porque Pedro Páramo no es una novela en clave. Es una obra de arte: propone, sugiere, insinúa. Es una insinuación.
Y a partir de esta sugerencia, que la novela va tendiendo de lado o por debajo del texto, sí puede el lector encomendarse a su propia fantasía y ampliar las significaciones de la novela. Y no tiene que demostrar ni comprobar nada porque la suya, en todo caso, es una tesis que no precisa de pruebas.
Muchos años después de haberla leído no pocas frases de la obra resuenan y nos ponen a cavilar porque las relacionamos con nuestra vida, nuestro mundo o nuestro país. ¿Cómo podríamos aislar de la historia mexicana el brutal significado de Pedro Páramo en todo lo que alude a la práctica del poder y a la manera en que los mexicanos vivimos la ley?
Porque la novela de Rulfo es eso, dice Adriana Menassé: la ausencia de la ley interiorizada, "una ausencia que despliega sus alas como un ave de mal agüero". El cacique Pedro Páramo se apropia de la ley, disuelve la legitimidad que la sustenta, no le rinde cuentas a nadie, y con ello instaura el infierno o el caos. Cuando ese orden ha sido subvertido y la balanza de la justicia se ha oxidado, y la ley misma deja de ser una referencia, se cae en la incertidumbre y el desasosiego, y entonces el linchamiento, por ejemplo, no es imposible. En La ley y la fisura, Adriana Menassé razona que a partir de ese vacío —la ausencia del Estado— la vida se vuelve "un árido infierno de resignación e indiferencia o un caos donde cualquiera decide por su voluntad la vida de los otros".
Una figura de autoridad, una alusión al jefe de la tribu, un resabio de la historia nacional de lo más emblemático, es el encomendero del siglo XVI mexicano. El mismo Rulfo alcanzó a entreverlo en la respuesta que escribió de su puño y letra pero que nunca entregó al poeta argentino Máximo Simpson en 1976:
“Pedro Páramo es un cacique. Eso ni quien se lo quite. Estos sujetos aparecieron en nuestro continente desde la época de la Conquista con el nombre de encomenderos, y ni las leyes de Indias, ni el fin del coloniaje, ni aun las revoluciones, lograron extirpar esta mala yerba.”
De hecho el cacicazgo ya existía desde antes del siglo XVI, en tiempos prehispánicos, “de tal suerte que los conquistadores españoles sólo echaron raspa, es decir, les fue fácil desplazar al cacique para tomar ellos su lugar. Así nació la encomienda y más tarde la hacienda con sus escuela de latifundismo o monopolio de la tierra”.
Esta asociación simbólica se le ocurrió a Rulfo veinte años después de impreso Pedro Páramo. Rulfo leyendo a Rulfo. El lector Rulfo entrevé en su propia novela la memoria histórica que comporta un personaje, el encomendero, no colocado allí en la ficción literaria de manera consciente. No lo había dicho antes, un cuando escribió y publicó la novela a los treinta y ocho años, en 1955. Entre el cacique de los señores mexicas, el encomendero de la Nueva España, y el regreso del cacique contemporáneo que define un modo de ser político (una institución informal, una inexistencia de la ley interiorizada) Rulfo discierne una circularidad que se cumple en Pedro Páramo, a pesar de que ni la palabra cacique ni la palabra encomendero aparecen en el texto.
Al padre se le ha identificado con la ley, el mando, la jefatura, desde los tiempos más primitivos. Cuando Sigmund Freud indaga los orígenes del parricidio —y no hay que olvidar que Pedro Páramo concluye con un parricidio— se refiere a un "padre despótico, celoso, que guarda para sí toda mujer y que expulsa a los hijos que van haciéndose adultos". Un buen día se alían los hermanos expulsados y matan y devoran al padre.
Una lectura o interpretación del lector mexicano actual —de las nuevas generaciones, de los de mediana edad o de los viejos— podría asimilar su experiencia del Estado o de la ley con el fantasma del padre encarnado en Pedro Páramo. Como el arriero de la novela, Abundio, el hijo parricida, el lector podría decir:
"Yo también soy hijo de Pedro Páramo".
Todos lo somos en este principio de siglo, si volvemos la vista hacia las últimas décadas. Porque Pedro Páramo es una mentalidad, un resultado histórico y social: somos hijos del PRI en la medida en que, por ejemplo, Juan Goytisolo se decía hijo de Franco. Somos hijos de una cierta concepción cultural del poder y de una práctica: la de la impunidad. Este modo de actuar político ha impregnado nuestra vida cotidiana, nuestras relaciones familiares y laborales.
En un artículo sobre la muerte del dictador, en 1975, Goytisolo asegura que la existencia de Franco determinó en gran parte su vida. La sombra de "este personaje ha pesado sobre mi destino con mucha mayor fuerza y poder que mi propio padre".
Franco ni siquiera estaba enterado de que Juan Goytisolo existía, pero "lo que hoy soy, a él se lo debo. Él me convirtió en un Judío Errante, en una especie de Juan sin Tierra, incapaz de aclimatarse y sentirse en casa en ninguna parte. Él me impulsó a tomar la pluma desde mi niñez para exorcizar mi conflictiva relación con el medio y conmigo mismo por conducto de la creación literaria".
La leona blanca, una gran novela sobre el magnicidio de nuestro tiempo, del sueco Henning Mankell, trata sobre una conspiración imaginaria para asesinar a Nelson Mandela en algún lugar de Sudáfrica. El asesino a sueldo, un sudafricano negro que recibe entrenamiento en Suecia para tal fin, se llama Víctor Mabasha y suele hablar con los espíritus, con un tal Songoma, por ejemplo.
"¿Quién soy yo?", le pregunta Víctor Mabasha al espíritu. "Un ser humano que ha perdido su identidad no es ya un ser humano, sino un animal. Eso es lo que me ha ocurrido a mí. Empecé a matar personas porque yo mismo estaba muerto."
Alguien le inculcó que la injusticia era el estado natural de la vida y naturales eran también los letreros que le indicaban dónde podían estar los negros y qué lugares eran sólo para blancos. Más que en un diálogo con el espíritu mudo, Víctor Mabasha se oye decir a sí mismo en el monólogo:
"Yo también soy hijo del apartheid."


 

El poder mexicano

Si bien es cierto que, como apuntó en su momento Jorge Aguilar Mora, “todavía no hay nadie que le haga decir a Pedro Páramo otra cosa que lo que literalmente dice”, es decir, que es muy difícil o muy arbitrario hacer que el texto de la novela escape a su estricta literalidad, también es cierto que el discurso de la novela, el río de sus secuencias, se va montando desde la sabiduría de quien no tiene verdades totales o eternas.
Si la literatura simplemente quiere ser, presentar sin juzgar, tal vez por ello mismo aspire a desideologizar el lenguaje (lo cual no deja de ser una concepción ideológica de la literatura) y así, según esta postulación indemostrable, resulta que la construcción de un personaje como Pedro Páramo obedece a los requerimientos dramáticos más rigurosos de todos los tiempos.
Pedro Páramo, la encarnación del poder mexicano, es contradictorio, ambivalente, ambiguo en esa dimensión interior en que se muestra sufriendo por Susana San Juan o ejerciendo en el condado de la Media Luna —cacicazgo, territorio al que no llega el poder formal del Estado— sin piedad el dominio. Su absolutismo caciquil no lo exime de mostrarse “humano”, como el asesino que después de acribillar a alguien se conmueve ante la invalidez de un gato. Y puede ser todas las representaciones en una, legales o extralegales, desde Guadalupe Victoria hasta cada uno —todos en uno: un Porfirio Díaz de 50 cabezas— de los presidentes de la República posteriores.
—La semana venidera irás con el Aldrete. Y le dices que recorra el lienzo. Ha invadido tierras de la Media Luna.
—Hizo bien sus mediciones. Me consta.
—Pues dile que se equivocó. Que estuvo mal calculado. Derrumba los lienzos si es preciso —dice Pedro Páramo.
—¿Y las leyes? —pregunta Fulgor Sedano.
—¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros.
Toca así Juan Rulfo los puntos más inconscientes de la legalidad mexicana.
País ilegal, mundo en el que sólo se invoca la legalidad como coartada, México tiene su representación en Comala: el reino de la impunidad. Como el Presidente de la República mexicano, Pedro Páramo no le rinde cuentas a nadie y así, poco a poco, a medida que transcurren los años desde su publicación en 1955, Pedro Páramo, la novela, va convirtiéndose en la gran metáfora del poder mexicano, la quintaesencia del cacique y del absolutismo presidencial, el modo de ser de la presidencia autoritaria, el estilo del poder mexicano.
Adriana Menassé reflexiona en La ley y la fisura sobre la ausencia de la ley en el condado de Pedro Páramo o la encarnación de la ley que el cacique de Comala asume por sus pistolas.
“En México el atropello queda impune. El poder está más allá de toda justicia, porque si nada lo funda, ante nada tiene que justificarse. No hay entonces restitución del Orden porque no hay Ley ordenadora.
“Por eso en México transgredir es la norma. Transgredir por la fuerza o por la astucia porque la legalidad es sólo el conjunto de normas que el dominador le impone al dominado, el amo al siervo o al esclavo. Quien tiene poder está fuera de la ley, exento de las obligaciones que impone la ley; todo poder, por lo tanto, incluso el más mínimo, se esgrime como fuerza. ¿Quién no teme en México encontrarse con una policía cuyas arbitrariedades quedan siempre ocultas bajo el amparo del poder?”
Y todo esto dicho a partir de la “inofensiva” literatura, a partir de esa bomba de tiempo que puede ser Pedro Páramo.
En el país de la impunidad —ennumérense aquí las fechas históricas en las que los no pocos crímenes políticos quedaron definitivamente impunes— “al transgredir se expresa o se adquiere poder”, tanto desde arriba hacia abajo, desde la instancia más elemental del Estado, como en la vida cotidiana.
En la desolación de Comala, lo único que ocupa un lugar en el espacio es la ausencia de la ley interiorizada.
Pedro Páramo: dios único, dios inverso y sin fe, dios de la arbitrariedad y el sinsentido.
Pedro Páramo: metáfora de la descomposición del poder en la tesis de Adriana Menassé, metáfora de todo el inconmensurable poder, y también “de la mentira, el cohecho, la falta de escrúpulos”.
Y ¿de dónde le viene este poder a Pedro Páramo y/o al Presidente de la República?
Marcel Mauss indaga el origen de los poderes mágicos en las primeras comunidades tribales australianas, en los mitos, en las etapas más ancestrales y atávicas de la humanidad. Quiere desvanecer al antropólogo francés el vaho que deforma los rasgos más pronunciados del poder. Y sospecha que “el poder mágico proviene del nacimiento, del conocimiento de la fórmula y de las sustancias, de la revelación por el éxtasis”, como si mediante una trasposición analógica se estuviera refiriendo al gobernante, al cacique, a Pedro Páramo, al capo mafioso, al Presidente.
¿De dónde emana ese poder delegado, temporal, sexenal o vitalicio? ¿Del consenso social? ¿De las armas? ¿De la fuerza? ¿Del fraude electoral? ¿De la intimidación?
La voluntad popular de las democracias representativas equivaldría en Mauss a “la perfecta credulidad de los clientes del mago” que no vive en un vacío social sino en una provincia de relaciones.
El mago, el gobernante, el Presidente, Pedro Páramo “es un ser que se ha creído y se ha colocado, al mismo tiempo que se le ha creído y se le ha colocado, en una situación sin par”, de modo semejante al mandatario. Ha bebido en el mundo de las fuerzas sobrenaturales, pero “esos espíritus, esos poderes, sólo tienen existencia para el consensus social, la opinión pública de la tribu”.
Como el primer ministro, el dictador, el Presidente, el rey, el gobernador, el cacique Pedro Páramo, el mago australiano “es un ser que la sociedad determina y empuja a verificar su personaje”.
Porque su poder es tabú y nadie puede tocarlo.
Hay algo terriblemente primitivo en el poder mexicano, mucho de sagrado, una condición inapelable por la vía democrática, un destino intransferible. De ahí la satanización consecuente de quien se atreva a desafiarlo.


 

La entrevista perdida

La literatura es un arte,
o un ejercicio misterioso,
en el que las opiniones del
autor no cuentan. Y puede
que tampoco sus intenciones.

—Jorge Luis Borges

Cuando Juan Rulfo leyó su novela Pedro Páramo veinte años después de haberla publicado —es decir, Rulfo como lector de Rulfo—, tuvo la sensación de que en su personaje había una carga histórica que tal vez él mismo no había tenido muy consciente cuando la escribió: “Pedro Páramo es un cacique. Eso ni quien se lo quite. Estos sujetos aparecieron en nuestro continente desde la época de la conquista con el nombre de encomenderos”, le dijo en 1975 al poeta argentino Máximo Simpson.
El escritor contaba con que la figura del cacique estaba ya entre los señores mexicas. Ya existía el cacicazgo como forma de gobierno antes de la toma de Tenochtitlan, “de tal suerte que los conquistadores españoles sólo echaron raspa, es decir, les fue fácil desplazar al cacique indio antes de tomar ellos su lugar. Así nació la encomienda, y más tarde la hacienda con su secuela de latifundismo o monopolio de la tierra”.
La entrevista con Máximo Simpson, que vivió en México en los años 70, no llegó a cumplirse porque Rulfo nunca entregó sus respuestas al entrevistador. El acto de la entrevista, entonces, no se consumó. De haber sido recibida y publicada por Simpson el texto le pertenecería ahora como autor, pero como quedó algún tiempo olvidada entre los manuscritos que dejó el novelista jalisciense, fallecido en 1986 a las 69 años, el copyright corresponde legítimamente a sus herederos. Sin embargo, la anécdota replantea un interesante problema para los especialistas en derecho de autor. ¿Quién es el verdadero autor de la entrevista, el entrevistado o el entrevistador?
Para el escritor argentino fue un verdadero regalo de la vida que el tiempo —veinticinco años después— le haya devuelto las respuestas de Rulfo primero en la revista Milenio (del 14 de septiembre de 1998) y luego en el número 1 de Los Murmullos (primer semestre de 1999), el boletín de la Fundación Juan Rulfo que reproduce las preguntas a máquina de Simpson y las líneas redactadas por Rulfo, de su puño y letra.
A Simpson le emocionó mucho la fotocopia de su cuestionario y las contestaciones de Rulfo:
“Fue una verdadera sorpresa, y muy grata, porque yo había dado todo por perdido, y nunca imaginé que Rulfo intentaría contestar ni siquiera la primera pregunta. Yo conocía, como muchos otros, la actitud reticente de Rulfo ante el periodismo, y no quise acosarlo para obtener sus respuestas. Siempre me repugnaron los periodistas mercenarios, para los que una buena primicia vale más que una o muchas vidas”.
La entrevista había sido acordada por Rulfo en casa de Fernando Benítez, adonde fueron a comer Máximo Simpson y Federico Vogelius, entonces director ejecutivo de la revista Crisis de Buenos Aires. Rulfo dijo que esta vez sí iba a responder. Le pidió a Simpson que prepara unas preguntas para contestarlas por escrito. Después de entregarle la lista, Simpson le mencionó la idea dos o tres veces, pero no quiso insistir más. Le pareció que Rulfo no tenía ganas de seguir con ese compromiso y sintió, Simpson, que estaba respetando su voluntad.
“Me hubiera dado vergüenza importunarlo. Para mí era más importante mantener una relación cordial con ese ser humano y escritor al que admiraba inmensamente y por el que sentía mucho cariño, aunque no era mi amigo, sino apenas un conocido. Me gustaba sentarme a conversar con él cuando lo encontraba en la librería El Ágora. Siempre fue muy cordial. No hablábamos de literatura sino de bueyes perdidos, y ése es uno de los regalos que me dio la vida, y que le debo a mi querido México.”
Durante los años anteriores a 1975, los veinte que habían transcurrido desde 1955, fecha de la primera edición de Pedro Páramo, Rulfo no había hablado del encomendero. La idea de asociarlo con el cacique parece haber sido una deducción suya, a posteriori, como lector de Pedro Páramo. Tal vez por su profundo conocimiento de la historia de México, especialmente la del siglo XVI.
Lo que en otro párrafo refrenda la entrevista frustrada es el interés y la pasión que tenía Rulfo por lo que los filósofos alemanes llaman el quehacer histórico social. Tenía conciencia de la tierra, de la historia y sus consecuencias, su devenir, su construcción social y política. Y entendía sus concatenaciones. A ese tipo de experiencia histórica, y no sólo personal, aludía cuando razonaba que la creación literaria se hace de la experiencia, la memoria, la imaginación y la emotividad. Si era un escritor nato, como decía Efrén Hernández, fue porque nació sabiendo lo que a otros les toma cuarenta años entender: que la literatura es invención y mentira, que está íntimamente engarzada al ser humano y que procede a partir de la ficción de la memoria, dejando blancos activos aquí y allá, oquedades significativas, huecos por donde puede inmiscuirse la creatividad del lector (como el que ve en el cacique al encomendero). Por eso consiguió que el realismo fuera también en su obra, sin dejar de serlo, una ilusión.
“Yo no me preguntaría por qué morimos, pongamos por caso; pero sí quisiera saber qué es lo que hace tan miserable nuestra vida. Usted dirá —le dijo a Máximo Simpson— que ese planteamiento no aparee nunca en Pedro Páramo; pero yo le digo que sí, que allí está desde el principio y que toda la novela se reduce a esa sola y única pregunta: ¿dónde está la fuerza que causa nuestra miseria?"



 

En tierras de Rulfo

No puedo escribir de lo que veo.
Tengo que imaginármelo.
—J.R.


El 16 de mayo de 1917 nació Juan Rulfo en San Gabriel, según él, o en Sayula, Jalisco, según su acta de nacimiento.
En uno de esos mapas de relieve que vende el INEGI puede uno tocar con el dedo el pináculo de una protuberancia de plástico que, hacia el sur de Jalisco, sobresale entre Sayula y San Gabriel. Así que de entrada va uno bajando y oye la voz de Rulfo:
“San Gabriel sale de la niebla húmedo de rocío. Las nubes de la noche durmieron sobre el pueblo buscando el calor de la gente. Ahora está por salir el sol y la niebla se levanta despacio, enrollando su sábana, dejando hebras blancas encima de los tejados. Un vapor gris, apenas visible, sube de los árboles y de la tierra mojada atraído por las nubes; pero se desvanece en seguida. Y detrás de él aparece el humo negro de las cocinas oloroso a encino quemado, cubriendo el cielo de cenizas.”
En esos lugares de la antigua provincia de Ávalos, hoy Colima, y el sur de Jalisco, por donde corre el río Armería, Juan Rulfo se fue haciendo de su primera composición de lugar. Del asombro de su infancia en esas tierras proviene también su educación sentimental, su mirada, su tono narrativo, su visión del mundo.
A los treinta y cuatro años, en 1953 —cuando se iniciaba el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines, fenecía el de Miguel Alemán y se cancelaban las promesas y las ilusiones de la Revolución mexicana—, Juan Rulfo escribió y dio a la imprenta, hace cincuenta años, El llano en llamas. La aliteración de este título anuncia ya un sentido del lenguaje y una inequívoca vocación literaria. En sus cuentos, sobre todo en “Luvina”, se localiza el germen de la que dos años después, en 1955, habría de ser su novela mayor. En los años de Albert Camus y el desaliento de la postguerra europea, la obra de Rulfo, según anota Carlos Blanco Aguinaga, “revela la versión mexicana de una general angustia contemporánea”.
Al transmutar en una polifónica universalidad el núcleo regional, Rulfo “se fue a las fuentes de la Revolución, cuyas historias anónimas y novelas desconcertantes siguen todavía, excepto por Rulfo, intactas", según observó Jorge Aguilar Mora en Una muerte sencilla, justa, eterna.
“Si en El llano en llamas y en Pedro Páramo aparecían directamente las vivencias de los campesinos que Rulfo había conocido y frecuentado, también se encontraban en la intensidad de su literatura los relámpagos de sabiduría, los instantes irrepetibles que reconocemos como originales de muchos autores de la Revolución, literarios o no. Ahí estaban Nelly Campobello, Rafael F. Muñoz, el Doctor Atl y muchas crónicas que han guardado las actitudes únicas de innumerables combatientes que supieron burlar la muerte y apoderarse de la historia con una sola frase, con un solo gesto, con un solo cuerpo.”
Por otra parte, uno de los indicios más interesantes de su repercusión en el mundo es el que ha tenido su obra en un pueblo de mentalidad budista. Las traducciones al japonés de El llano en llamas (1990) y Pedro Páramo (1992) que hizo Akira Sugiyama fueron recibidas con la naturalidad propia de una cultura que entiende el karma como una condena por la cual uno queda flotando como alma en pena mientras tenga algún pendiente en esta vida.
“También está la historia de la vida y la muerte enlazadas, sin una barrera entre una y otra”, piensa el traductor japonés. “Esa mentalidad tiene raíces en el mundo campesino mexicano, pero también existe en el Japón y puede relacionarse con el budismo e igualmente con el teatro noh, donde las vidas pasadas están siempre presentes, actuando en la vida de hoy.”

A Juan Rulfo lo conocí alrededor de 1964 en el departamento que habitaba con su mujer y sus hijos en la glorieta de Chilpancingo, sobre la avenida Insurgentes, en la ciudad de México. Vestía de suéter y sin corbata. Estaba leyendo en un ejemplar de Playboy: una larga entrevista que alguien le hacía a Jean Genet.
—Es muy buena ‑me dijo—. Deberías traducirla.
Por allá, en la penumbra, una mesa de comedor asomaba llena de libros y periódicos alrededor de una máquina de escribir. Sólo recuerdo que arrancó la entrevista y me la regaló. Yo la traduje después y la publiqué en un suplemento literario.
Lo fui viendo a lo largo de la vida, de vez en cuando. Sólo estuve una vez en su casa de Felipe Villanueva. Nos encontrábamos en librerías. Primero en la de Polo Duarte, sobre la avenida Hidalgo, frente a la Alameda. Luego en alguna otra cercana a la glorieta Insurgentes, que ampliaron y destruyeron alrededor para construir la estación el Metro. En esa piqueta se llevaron para siempre el salón Morán, una cantinucha de pasada a la que nunca entré con Rulfo.
Ni amigo íntimo ni simple conocido, Juan era para mí algo más: un camarada de café entre esas dos categorías afectivas. Tal vez coincidíamos en ciertos momentos de soledad hacia las siete, ocho de la noche. Íbamos al café “para ver a quien veo”.
A partir de esas líneas lo estoy inventando. Trato de recordarlo y recuerdo los recuerdos que él contaba: su manera de evocar el pasado. Contaba cosas terribles, a veces, con una naturalidad pasmosa. Ésa era su insinuación: el tono, su manera de transitar de un plano a otro y mantenerse en varios registros narrativos, desde lo más cotidiano a lo más extraño, propiciando un embrujo en el interlocutor.
Siempre me he esforzado en explicarme esa sensación y veo que la hace sentir mejor Mariana Frenk cuando observa que el Pichón, el personaje de “El Llano en llamas”, contaba “sucesos espeluznantes como si fueran las cosas más naturales del mundo”. También pesca mejor Akira Sugiyama la insinuación rulfiana cuando dice que Rulfo “narra una cosa muy cruda de una forma que parece ingenua”.
La verdad es que uno se creía todo lo que Juan contaba y nunca se permitía la menor duda acerca de su veracidad. No importaba. Eran imágenes sueltas. De improviso, como en ráfagas. Decía muy frecuentemente que en algún lugar estaban desenterrado los cadáveres. A mí me dijo que en Colombia.
—Mira, allí está: en las Últimas Noticias.
Y me señalaba el periódico sobre el que estaban la taza de café y el cenicero (fumaba Pall Mall sin filtro, largos, de contrabando, que algún compañero le llevaba al Instituto Indigenista donde trabajaba).
Más tarde he visto en diferentes lugares que la misma frase se las decía a otros amigos, a Juan José Arreola, por ejemplo: “¿Sabías que están desenterrando los cadáveres?” A Alberto Moravia le comentó que “allá en Comala están desenterrando los cadáveres de los caballos”.
—Las punas, fíjate. Son unas tierras planas allá muy arriba en Los Andes peruanos. Tocaban unas quenas, anchas, como de funeral. Muy oscuro el cielo. Negro. Y frío, muy frío.
Se encomendaba a los recuerdos de una manera muy particular, como si los habitara, sin mayor transición hacia el presente. No se discernía ninguna diferencia entre lo que podría ser verdad o imaginado.
—La literatura es mentira —me decía, y me ha tomado más de treinta años entenderlo—. Pero no es lo mismo que la falsedad. La mentira es un modo de recrear la realidad. La mentira sin dolo.
Muchas de las ideas que Juan abrigaba sobre el proceso de la creación literaria y que se pueden leer en sus escritos surgían de pronto en sus conversaciones, aunque no tenía una mente analítica. No era demasiado propenso a las elaboraciones teóricas. “No tengo un sentido crítico-analítico preestablecido”, le dijo a Joseph Sommers.
No podía tomar nota de lo que pasaba. Era lo contrario de un reportero. Lo opuesto a un notario.
—Si no puedes escribir –me decía–, copia un cuento. Agarra un cuento de Onetti o de Borges y transcríbelo a máquina, tal cual, sin añadirle ni quitarle nada. Rescríbelo, literalmente. Yo cuando no encuentro al personaje me pongo a escribir sin controlarlo mucho, sobre cualquier cosa, pero tengo que imaginármelo. (No puedo escribir de las cosas que veo. Una vez, cuando trabajaba en la Comisión del Papaloapan, tenía que hacer unos informes sobre las presas y los actos de los políticos, pero no pasaba de diez líneas. No podía escribir de lo que veía.) Ah, entonces, empiezas a escribir una o dos o tres páginas y de pronto empieza a surgir algo, como que se insinúa el personaje. A partir de allí cortas las dos o tres primeras páginas. Y ya te sigues. Hay que calentar el brazo antes, como los pitchers.
Yo me refería en una novela a un águila que cazaba ratones en bahía Kino, frente al mar de Cortés.
—Es la quebrantahuesos —me explicaba—. Esas aves recogen con sus garras a los ratones de desierto y luego se elevan, los dejan caer sobre las rocas y los despanzurran para comérselos. Quebrantahuesos, así se llaman.
Siempre que decía algo, como que se disculpaba: “Si se puede saber.” Cuando se refería a alguien decía “Aquel Fulano.” O “aquel cristiano”.
—Allí las víboras hablan, en el desierto. Yo las he oído.
Tuvo que morir Rulfo para que, en retrospectiva, me empezara yo a dar cuenta de que su hablar era su escribir y de que, por tanto, nunca dejó de escribir. Era muy dado a las invenciones verbales y a las fabulaciones, pero parecía que él no estaba consciente de estar mintiendo. Visto hacia atrás he empezado a reivindicar —como lo hizo Osar Wilde— el valor de la mentira en la literatura.
Juan Rulfo se movía en los alrededores de Insurgentes Sur, entre las colonias Guadalupe Inn, Florida y San José Insurgentes. Solía ir a la terraza de la librería El Juglar, en la calle Abundio Martínez (un músico homónimo del arriero parricida de Pedro Páramo), o a El Ágora, una librería café y expendio de discos en Barranca del Muerto e Insurgentes Sur.
—Fíjate que ahorita me venía siguiendo un auto con unos fulanos y me detuvieron. Yo venía al Ágora. Éi, párese allí, me dijeron. ¿Usted qué hace, a dónde va? Soy periodista, les dije. Voy a ver aquí a mi amigo Federico Campbell, aquí en la calle de Damas. Y ya se fueron los fulanos. No sé qué querían. Te toqué la puerta pero no estabas.
Su sentido de la realidad sigue siendo, para mí, en la memoria, un enigma. A veces se iba mentalmente, como que no prestaba atención a la plática, pero lo cierto es que estaba escribiendo. Al conversar también escribía: inventaba.
En El Ágora, Rulfo me contaba que una de las mejores transposiciones que llegaron a hacerse de Pedro Páramo fue la adaptación radiofónica de 1972 de la Suisse Romand, en Ginebra: “Con lluvia, lluvia, mucha lluvia de fondo, y el tañido de una flauta: un solo instrumental del holandés Frans Brüger que tocaba Pavane Lachrymae, de Jacob Van Eyck.” Compró el disco en ese momento y me lo regaló. Era una flauta antigua, de madera. Tal vez porque nunca se vio el rostro de Pedro Páramo —la radio, como la novela, nunca muestra la cara del personaje—, Juan Rulfo sintió que la versión suiza de su texto fue la más persuasiva, cosa que no podría reconocerse en las aproximaciones cinematográficas y teatrales que disolvían en el rostro de un actor, fijándolo, el misterio esencial escondido tras la ambigüedad de la literatura. Pedro Páramo es una novela intransferible al teatro o al cine, como lo fue Bajo el volcán de Malcolm Lowry (Buñuel decidió no filmarla) y muchas otras grandes novelas. También me regaló unos discos de cante jondo.
Al cerrar El Ágora, solía acompañarlo a su casa de Guadalupe Inn. Una noche, mientras caminábamos, me hablaba de Fernando Jordán.
—Vivía en La Paz. Ya se había reconciliado con su mujer y justamente el día en que se reencontrarían se metió al mar y se ahogó. ¿Sabías que Jordán siempre viajaba con una muñeca en su veliz?
A veces incurría en largos silencios, allí, frente a la taza de café o la coca cola. Pero en general era un buen conversador. Me iba nombrando los pueblos de los alrededores de San Gabriel y yo los apuntaba en círculo, como siguiendo los números del reloj: Apulco, Tuxcacuesco, Sayula, Tapalpa, Jiquilpan, San Pedro Toxín, Tolimán, Chachahuatlán. La Agüita, La Piña, Tonaya, Totolinizpa, Autlán.
Decía que allá, en el sur de Jalisco, un general reunía en una sola casa a todos los hijos que iba teniendo con diferentes mujeres. Los concentraba con su esposa legal. Pero uno de los chamacos, que le tenía terror al general, se fue un día a una casa de campo a estarse con unos familiares. El general lo buscó, el joven es subió a un árbol para esconderse, y entonces el general lo descubrió y le disparó con su pistola para asustarlo, sólo para asustarlo, pero le dio, y el muchacho cayó.
Años después, durante una visita a Guadalajara, me di una vuelta por el sur de Jalisco en compañía de Felipe Cobián. Era la época de las pitayas. En un alto del camino Felipe llegó a comerse hasta once. Desde que dejamos Sayula el camino subía y bajaba. Luego, más bien bajaba porque estábamos en lo alto de una cuesta: San Gabriel iba engrandeciéndose allá abajo, silencioso, asoleado.
Es cierto que antes de llegar a Sayula habíamos reconocido la llanura y una meseta como de laguna seca, apisonada, que reverberaba en uno de esos engaños matutinos de la luz y la humedad. Por ahí empezaba uno a sentir que ya andaba en tierras de Rulfo y no otra era la sensación que se tenía al descender de la sierra entre Sayula y San Gabriel. Sin embargo, no alcancé a discernir ningún lugar que llevara el nombre de El Llano, a no ser que el “llano” fuera —como lo es— toda la planicie (rumbo a Tuxcacuesco y Tonaya, entre Paso Real y Chachahuatlán). La suponía árida, como los alrededores de Mexicali o del norte de Sonora. Sin embargo, sin llegar a ser un vergel, no me pareció tan desolada ni tan estéril. Porque no faltaba el verde de los matorrales ni el ocre de los maizales. No escaseaba la vida vegetal. Fue entonces cuando empecé a sospechar que en cierto sentido el paisaje real de la comarca nada o muy poco tenía que ver con las invenciones de Rulfo. Tampoco el calor de Tuxcacuesco y Apulco, a donde llegamos más tarde, rebasaba los treinta grados en el termómetro. La Comala de la ficción —con todo lo difícil que es expresar el calor en la literatura y hacerlo sentir— sí sugiere una presión atmosférica y una temperatura como la del desierto de Altar, un calorón como el de Navojoa, pero estos pueblos de Rulfo no asustarían a un sonorense habituado a andar sobre los cuarenta y seis grados centígrados.
En una nevería de San Gabriel se vendían aguas frescas de frutas apenas machacadas (tamarindo, guayaba, fresa) y en las paredes se enorgullecían los dueños de los tres grandes del pueblo: las fotos de José Mogica, Blas Galindo y Juan Rulfo se exponían al mismo nivel de honor. Subí solo a la azotea de la antigua casa, en la que vivió Rulfo de niño: una casa solariega con ancha entrada para las carretas y los caballos y un establo al fondo. El nevado de Colima triunfaba allá a lo lejos y entendí en un santiamén la tentación del alpinismo o, al menos, de la caminata (que es una meditación).
En Apulco, Felipe Cobián me condujo a tocar el portón de una hacienda enorme: la del abuelo materno de Rulfo. Nadie acudía a abrirnos. Estábamos a punto de retirarnos cuando surgió de pronto un muchacho de hábito guinda y pantalones liváis. No era un monje, pero pertenecía a una hermandad católica, fundada en Tecate no hacía muchos años: una agrupación religiosa no destinada necesariamente a formar y ordenar sacerdotes sino a permitirles a ciertos jóvenes llevar una vida apartada y casta. La supuesta hacienda de la Media Luna, donde el joven Rulfo solía caer de vez en cuando para hablar con los caporales y los campesinos, había sido donada a la Iglesia por una de sus tías. Y a la Iglesia pertenece. ¿Por qué “de la Media Luna”? ¿Hay ahí una evocación de Las mil y una noches?
Nunca como entonces sentí, como bien se sabe, que el arte no es una representación de la realidad.
Esta falta de concordancia entre los espacios de la realidad y los lugares de la literatura me hizo, entre una callejuela y otra, escuchar de nuevo la voz de Rulfo:
“Mis paisanos creen que los libros son historias reales, pues no distinguen la ficción de la historia. Creen que la novela es una transposición de hechos, que debe describir la región y los personajes que allí vivieron. Pero la literatura es ficción y, por lo tanto, es mentira.”
Uno adivina la imagen rulfiana por excelencia: la de un pueblo fantasma, casas y jardines abandonados, mujeres enlutadas que aparecen y desaparecen, huertas vacías y magulladas.
Y sí, es cierto: en Tuxcacuesco y Apulco, en San Gabriel y en Telcampana, aparecen y desaparecen personajes como salidos de la nada. Atraviesan una calle y se extinguen. Hay rincones. Hay un silencio pesado, en plena tarde. Un par de policías (uno de ellos con sombrero de felpa negro y atejanado) se pasean con armas largas e imponen respeto. Pero la verdad es que no reconoce uno del todo en esos pueblos las ficciones verdaderas de Rulfo, su Luvina, su Comala, su Contla, su invención, la invención de su memoria.

El cuento y la novela —y sobre todo la narrativa de Juan Rulfo, tan poco lineal—, admiten tantas interpretaciones como quiera el lector. Cuando Rulfo le quitó cien páginas a su novela fue porque se dio cuenta de que muchos párrafos resultaban demasiado explícitos, daba explicaciones en exceso, y optó por dejar hablar a la elipsis, que los significados cuajaran en las oquedades de lo implícito.
“Fui dejando algunos hilos colgando para que el lector cooperara con el autor en la lectura. Es un libro de cooperación. Si el lector no coopera, no lo entiende. Se toma la libertad de ponerle lo que le falta”, dijo Rulfo en su conferencia de Caracas de 1974.
Cada quien, pues, puede hacer su lectura a partir de su propia fantasía, su edad, la época en la que esté leyendo. Puede deducir en Pedro Páramo la parábola de una catábasis: un descenso a los infiernos.
El lector completa la obra y es libre de ver la figura del cacique en Pedro Páramo, aunque en la novela nunca se mencione la palabra cacique. No tiene por qué atenerse a lo único que está en el texto y, así, su imaginación añadida puede también discernir en la obra la secuela histórica del encomendero al cacique o un aire del alma mexicana, el inconsciente colectivo, la historia como memoria, el tema de los celos, el incesto, la violencia, el poder, la muerte como experiencia narrativa, el tiempo, el rencor, el charro de Jalisco, el macho mexicano, la venganza, el amor irrecuperable, la búsqueda del padre, la locura, la miseria.
El poder, el amor, la locura y la muerte. La miseria.
Sobre todo la miseria, y la compasión.
El llano en llamas, escribió Carlos Blanco Aguinaga, se escribió y publicó en una tierra concreta sobre cuyos habitantes pesaba no sólo la historia inmediata anterior, la Revolución, la Cristiada, “sino la creciente miseria y la despoblación del campo”.
“Yo no me preguntaría por qué morimos, pongamos por caso; pero sí quisiera saber qué es lo que hace tan miserable la vida”, dijo Rulfo al poeta argentino Máximo Simpson en 1976.
”Usted dirá que ese planteamiento no aparece nunca en Pedro Páramo, pero yo le digo que sí, que allí está desde el principio y que toda la novela se reduce a esa sola y única pregunta: ¿dónde está la fuerza que causa nuestra miseria?”

* * *

 

Bibliografía de y sobre Juan Rulfo

Bibliografía

La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica. Selección y prólogo de Federico Campbell

Ediciones Era y UNAM

De venta en:
era@pedidos.apc.org
www.edicionesera.com.mx


Obras de Juan Rulfo

Rulfo, Juan. El Llano en llamas. Fondo de Cultura Económica, Col. Letras Mexicanas. México, 1953.
Rulfo, Juan. Pedro Páramo. Fondo de Cultura Económica, Letras Mexicanas. México, 1955.
Rulfo, Juan. El Llano en llamas y Pedro Páramo. Prólogo de Antonio Benítez Rojo. Casa de las Américas. La Habana, 1969.
Rulfo, Juan. Obras. Proemio de Jaime García Terrés. Fondo de Cultura Económica. México, 1987.
Rulfo, Juan. Pedro Páramo. El Llano en llamas. Un pedazo de noche. Planeta. Barcelona, 1972.
Rulfo, Juan. Obra completa. Prólogo y cronología de Jorge Ruffinelli, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1977.
Rulfo, Juan. El gallo de oro. Ed. Era. México, 1980.
Rulfo, Juan. Antología personal. Prólogo de Jorge Ruffinelli. Ed. Era. México, 1988.
Rulfo, Juan. Los cuadernos de Juan Rulfo. Transcripción y nota de Yvette Jiménez de Báez, Ed. Era. México, 1994.
Rulfo Juan, El Llano en llamas. Edición de Carlos Blanco Aguinaga. Cátedra. Madrid, 1999.
Rulfo, Juan. Pedro Páramo. Edición de José Carlos Boixo. Cátedra. Madrid, 1999.
Rulfo, Juan. Aire de las colinas. Cartas a Clara. Ed. Areté, Plaza y Janés, México, 2000.
Rulfo, Juan. El Llano en llamas. Ed. Plaza y Janés. México, 2000.
Rulfo, Juan. Pedro Páramo. Ed. Plaza y Janés. México, 2000.
Rulfo, Juan. El Llano en llamas. Prólogo de Sergio López Mena. Ed. Plaza y Janés. México, 2000.
Rulfo, Juan. Pedro Páramo. Prólogo de Alberto Vital. Ed. Plaza y Janés. México, 2000.


Estudios sobre Juan Rulfo

Rodríguez Alcalá, Hugo. El arte de Juan Rulfo. Instituto Nacional de Bellas Artes. México, 1965.
Durán, Manuel. Tríptico mexicano. SepSetentas. México, 1973.
Jorge Ruffinelli El lugar de Rulfo. Universidad Veracruzana. México, 1980.
Juan Rulfo. Homenaje Nacional. Instituto Nacional de Bellas Artes. México, 1980.
Boixo, J. C. González. Claves narrativas de Juan Rulfo. Universidad de León. León, 1984.
Esquerro, Milagros. Juan Rulfo. Editions L’Harmattan. París, 1986.
Munguía Cárdenas, Federico. Antecedentes y datos biográficos de Juan Rulfo. Unidad Editorial del Gobierno de Jalisco. Guadalajara, 1987.
Bradu, Fabienne. Ecos de Páramo. Fondo de Cultura Económica. México, 1989.
Estrada, Julio. El sonido en Rulfo. Universidad Nacional Autónoma de México. Instituto de Investigaciones Estéticas. Coordinación de Difusión Cultural. México, 1990.
Roffé, Reina. Juan Rulfo. Autobiografía armada. Montesinos Editor. Barcelona, 1992.
López Mena, Sergio. Los caminos de la creación en Juan Rulfo. Universidad Nacional Autónoma de México. México, 1993.
Vital, Alberto. Lenguaje y poder en Pedro Páramo. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, 1993.
Vital, Alberto. El arriero en el Danubio, Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. México, 1994.
Jiménez de Báez, Ivette. Juan Rulfo: del páramo a la esperanza. Fondo de Cultura Económica. México, 1994.
Vital, Alberto. Juan Rulfo. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, 1998.
Zenteno Bórquez, Genaro Eduardo. Luvina. Universidad de Colima. Colima, 2000.


Recopilaciones críticas y testimoniales

Recopilación de textos sobre Juan Rulfo, coordinada por Antonio Benítez Rojo. Centro de Investigaciones Literarias. Casa de las Américas. La Habana, 1969.
La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas, coordinación de Joseph Sommers. Ed. Sepsetentas, México, 1974.
Rulfo en Proceso. Elías Chávez, Felipe Garrido, María Esther Ibarra, Froylán M. López Narváez, Carlos Marín, Gabriel García Márquez, Armando Ponce, Eduardo Valle Espinosa y Roberto Vizcaíno. Revista Proceso. México, 1981.
Cuadernos Hispanoamericanos, números 421-423, julio-septiembre, dirigida por Félix Grande. Madrid, 1985.
Los murmullos. Antología periodística en torno a la muerte de Juan Rulfo. Selección de Alejandro Sandoval, Felipe de Jesús Hernández y Arturo Trejo Villafuerte. Delegación Cuauhtémoc. México, 1986.
Juan Rulfo. Un mosaico crítico. Universidad Nacional Autónoma de México, Universidad de Guadalajara, Instituto Nacional de Bellas Artes. México, 1988.
Homenaje a Juan Rulfo, recopilación, revisión de textos y notas de Dante Medina. Editorial Universidad de Guadalajara. Guadalajara, 1989.
Juan Rulfo. Toda la obra, edición crítica, coordinación de Claude Fell. Coleccción Archivos. UNESCO. Madrid, 1992.
Juan Rulfo, los caminos de la fama pública. Selección, nota y estudio introductorio de Leonardo Martínez Carrizales. Fondo de Cultura Económica. México, 1998.
Revisión crítica de la obra de Juan Rulfo, selección y edición de Sergio López Mena, Editorial Praxis, México, 1998.



La bibliohemerografía sobre Juan Rulfo más completa hasta ahora aparece en el Diccionario de Escritores Mexicanos. Siglo XX, tomo VIII (letra R), Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, México, 2005, establecida por Aurora Ocampo.











Federico Campbell nació en Tijuana, Baja California,
en 1941. Es autor de Todo lo de las focas, Pretexta o el cronista enmascarado, Tijuanenses, La invención del poder, Máscara negra, La memoria de Sciascia, Post scriptum triste,
Transpeninsular y La clave Morse.


 

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