Thursday, February 03, 2011

 

Juan Rulfo y las llamas de los críticos


La ficción de la memoria
Juan Rulfo ante la crítica

Selección y prólogo de Federico Campbell

UNAM/Ediciones Era, México D.F., 2003, 552 pp.
por
Wilfrido H. Corral
Publicado en Quimera, Barcelona

El 18 de septiembre de 1953, hace casi exactamente cincuenta años de los días en que escribo esta nota, se terminaba de imprimir El llano en llamas, libro de relatos de Juan Rulfo. Desde entonces, la crítica en torno a ese mítico autor y sus no menos míticos y únicos libros (a los dos años publicaría Pedro Páramo) no ha cesado y un resultado positivo es que se puede leer a Rulfo como un autor nuevo, aunque estén los críticos de por medio y no siempre creamos en sus interpretaciones. Federico Campbell ha tenido que dar cuenta de ese aluvión, y no cabe duda de que su juiciosa y enciclopédica La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica se convertirá en la proverbial referencia imprescindible. Dada la continua publicación de números de revistas, cuadernos y compilaciones sobre autores como Rulfo, la pregunta es por qué otra colección. Como muestra la selección de este volumen y el Prólogo de Campbell, el prosista mexicano es uno de los autores fundamentales de la literatura de Occidente, y cualquier intento de reducir sus contextos y. mensajes a una nación o sus culturas es infructuoso. El resultado de esos intentos, frecuentemente mundiales en origen o alcance, ha sido una constante búsqueda, no disimilar a las que encontramos en sus libros, unos de los primeros de la literatura hispanoamericana sin orillas de la segunda mitad del siglo pasado. En un sentido, ante la obra de Rulfo la crítica muestra que no parece tener nuevos adjetivos a mano.
No obstante, y con excelente criterio, Campbell, novelista a título propio, ha compilado lo más selecto en torno a su autor. Pero como con los silencios de Rulfo, hay una trama secreta detrás de las colecciones y homenajes sobre él, que sólo glosaré por razones que explico más adelante. El mismo Campbell, en una nota aparecida en la revista mexicana Proceso (marzo 1984), discute los pormenores que causaron que Rulfo desautorizara Para cuando yo me ausente
(1982), tomo que en su portada indicaba que "Juan Rulfo" era el compilador. Otro florilegio, Homenaje a Juan Rulfo (1989), en principio las actas de un homenaje al autor en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, contiene varias semblanzas importantes pero la selectividad no fue un criterio principal al componer el tomo. Desde el momento en que se publicó y por varios años La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas (1974), armada por Joseph Sommers, fue la referencia clásica y accesible, hasta que la desplazó Juan Rulfo. Homenaje nacional (1980). Rulfo muere en 1986, y ese año se publica Los murmullos: antología periodística en torno a la muerte de Juan Rulfo, seguida por Juan Rulfo. Un mosaico crítico (1988). Hasta estas fechas y el tomo de Campbell, otro hito importante en las interpretaciones del autor es Toda la obra (1992), edición crítica coordinada por Claude Fell que incluye varios ensayos originales y es parte de la suntuosa y necesaria Colección Archivos. Las colecciones anteriores son el palimpsesto con que ha tenido que bregar Campbell, y sale airoso por también haber escogido sabiamente de todas ellas.
La historia secreta a que me refiero arriba es que, a pesar del gran respeto que Rulfo y su obra siempre merecen y exigen de los críticos, los de las generaciones actuales parecen verlo como uno de esos "viejos señores blancos" (y canónicos) que ya tuvo sus años de fama. Por supuesto, Campbell no es responsable de esa percepción, y no sólo porque la suple al incluir la crítica de autores más jóvenes como Jorge Volpi y Juan Villoro. Se trata, más bien, del momento crítico que lo rodea. Así, cuando muy bien se podría pensar en que algún pasajero intérprete postmoderno, aún con los vestigios de su técnica, haría algo con los admitidamente problemáticos Los cuadernos de Juan Rulfo (1994), con las "Otras letras" (incluidos los textos para cine) recogidas en Toda la obra, o con la ensayística de Rulfo, La ficción de la memoria tiene que recurrir a los ensayos clásicos y paradigmáticos sobre Rulfo. Pero diferente de otras colecciones, en ésta es particularmente enriquecedor encontrar la visión de autores y pares (con las salvedades del caso) de Rulfo, como Juan José Arreola, Jorge Luis Borges, Salvador Elizondo, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, y Carlos Monsiváis. Tampoco faltan textos de Augusto Monterroso, Rafael Humberto Moreno-Durán, José Emilio Pacheco, Alfonso Reyes, Augusto Roa Bastos, y de Susan Sontag (en verdad su prefacio a la segunda traducción al inglés de Pedro Páramo).
La opinión de los nombrados aparece distribuida cronológicamente (1955 al 2001) entre los veinte y siete ensayos, catorce testimonios y tres entrevistas de que se compone este libro. Entre los ensayos —algunos, como el de Harss, incluido primero en su conocido Los nuestros (1966), son reportajes o relaciones de conversaciones— se destacan los más largos (es clásica la paradoja del autor hispanoamericano con obra sucinta y crítica extensa), entre ellos los de Ruffinelli, Blanco Aguinaga, Rodríguez Monegal, Felipe Garrido, y Franco, más los de Monsiváis, Moreno-Durán y Glantz (en estos tres casos, como en otros, la visión del crítico está complementada por la del escritor experimentado). Son tan buenos los comentarios e interpretaciones de ellos que la mencionada falta de críticos jóvenes tal vez sea prescindible. Pero es injusto verlo así, porque la selección de La ficción de la memoria también se puede enriquecer más con textos de generaciones anteriores. Por mencionar un ejemplo, el exhaustivo trabajo de Juan Manuel Galaviz, "De Los murmullos a Pedro Páramo" —un análisis de genética textual publicado inicialmente en 1980 sobre el trabajo de corrección y estilo en Rulfo en base a los cambios de esa novela— halla su par perfecto en "Estructura de Pedro Páramo", de Narciso Costa Ros, publicado en la Revista Chilena de Literatura en 1976.
Por supuesto, los especialistas en Rulfo y algunos autores de ensayos, notas o reseñas sueltas sobre el autor mexicano estarán afilando sus lápices y echando llamas para mostrar lo que excluye o le falta al volumen de Campbell. Pero no se trata de eso, y si son honestos se referirían a "Una primera lectura de 'No oyes ladrar los perros", que Ángel Rama publicó en México en 1975, proponiendo (polémica y sagazmente) leer a Rulfo en términos de mitos latinoamericanos en vez de europeos. Aún así, la perspicacia de la antología de Campbell yace en la manera en que se puede establecer conexiones entre los textos incluidos, encontrar ayudamemorias, descifrar enlaces, cotejar coincidencias, descubrir referencias y notar lecturas insólitas o pasajes iluminadores. Por ejemplo, el texto de Galaviz dialoga perfectamente con la acostumbrada genialidad del reportaje de Elena Poniatowska incluido en la sección "Entrevistas" con el título "¡Ay vida, no me mereces! Juan Rulfo, tú pon cara de disimulo". Publicado originalmente en 1980, el de Poniatowska revela con sensatez y creces la discutida relación de Rulfo con las mujeres y su representación en su prosa. Queda la pregunta de si hay lecturas feministas memorables de Rulfo. De la sección "Testimonios" son muy reveladores "Juan Rulfo y las crónicas coloniales", de Elías Trabulse, los de García Márquez y Elizondo, y sobre todo los de Augusto Monterroso y Arreola. Estos dos muestran una humanidad e inclusive un sentido de humor que las lecturas frías o hipercríticas de Rulfo dejan a un lado, y si la intención de Campbell fue omitir estas últimas le debemos estar aún más agradecidos.
Ahora, una ausencia patente en este volumen es la de la crítica estrictamente académica, aunque algunos de los colaboradores y escritores han ejercido como pedagogos, y Campbell ha recurrido a los más representativos. Precisamente, el profesor británico Gerald Martin, mencionado por Campbell en su breve Prólogo, publicó en Toda la obra una excelente historia de la crítica sobre el autor de El llano en llamas. Es en el momento de similares consideraciones cuando otros críticos comenzarán a atizar las llamas peligrosamente. Yo sería el último en defender los excesos de cierta crítica académica reciente, pero hay que reconocer que se encuentra algunas interpretaciones o chispazos pertinentes en ese tipo de crítica. No obstante, Campbell no ha querido apelar a lo tendencioso, ortodoxo y mañoso, sino guiarse por la profundidad y calidad del pensamiento representado. Tito Monterroso, en otro homenaje poco velado a Rulfo, la fábula "El Zorro es más sabio", resume perfectamente la situación de su amigo: "... varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro". Esa condición ha cambiado un poco, y para bien. Campbell se ha mantenido fiel a sus principios de inclusión para producir un tomo total memorable y original, por controvertida que sea alguna parte. Campbell conoce muy bien los dramas de la crítica de Rulfo, banales vistos desde adentro. Pero Campbell les da otro contexto, y ahora parecen surgir de un reino encantado cuyos códigos sólo él entiende

 

Foto de Toni Khun



 

La persona de Juan Rulfo

por
Antonio Alatorre


Ante todo, creo necesario explicar mi presencia en este Simposio. Cuando me llegó la invitación para participar en él y vi que los “temas” que se proponían eran “los mitos de la identidad nacional”, “el problema de la etnicidad”, “oralidad y escritura” y otros así, contesté que me sentía incapaz de discurrir sobre cosas tan altas, tan especializadas, y propuse un tema más modesto, a ras del suelo, que me fue aceptado. (El tema que figura en el programa, “Desmitificación del discurso biográfico de Juan Rulfo”, no lo puse yo.)


A Juan lo conocí en Guadalajara, a fines de 1944. Me lo presentó Juan José Arreola. En 1945 Arreola y yo le publicamos en Pan, la revista que hacíamos, dos de sus primeros cuentos: “Nos han dado la tierra” y “Macario”. Después, a partir de 1946, cuando me trasladé a la ciudad de México, mi trato con él no fue sino esporádico, aunque siempre afectuoso. Pero en esa época de Guadalajara, en que platiqué mucho con él, jamás me contó nada de su familia, de su infancia, de su primera juventud. Los datos que voy a exponer y comentar se basan en el esbozo biográfico publicado por Federico Munguía un año después de la muerte de Juan. Es un libro pequeño pero jugoso. Munguía conoce bien los datos autobiográficos que Juan esparció en no pocas entrevistas, pero parece haber sido el primero que acudió a otras fuentes, en particular documentos de archivo y conversaciones con hermanos de Juan y con personas que lo conocieron de niño
[1]. Comienzo, pues, con un breve resumen.
Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, el padre de Juan, poseía una regular hacienda en la región de Sayula
[2]. María Vizcaíno, la madre, venía de una familia aún más rica. A fines del siglo XIX su padre, Carlos Vizcaíno, había fundado en la jurisdicción de Tuxcacuesco, no lejos de San Gabriel, la hacienda de Apulco, invirtiendo en ello mucho dinero. La hacienda, naturalmente, ya no existe, pero queda el templo, con su “airosa figura” y su altar de mármol (Munguía 15), testimonio de una riqueza considerable. En ese templo de hacienda porfiriana se celebró, en enero de 1914, la boda de María Vizcaíno y Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, y allí, a fines del mismo año 1914, fue bautizado el primero de los vástagos, Severiano Pérez Vizcaíno.
Juan habría nacido también en Apulco y habría sido bautizado en ese bonito templo de no haber sobrevenido “la bola”, o sea, en el caso del sur de Jalisco, las fechorías de bandolero Pedro Zamora, que “asolaba, robaba, plagiaba, quemaba haciendas y pueblos, violaba mujeres y mataba sin compasión” (Munguía 31), y también, poco después, “la revolución cristera con su causa de fusilamientos, ahorcados y demás hechos violentos” (Ibid. 32). Los Pérez Vizcaíno tuvieron que refugiarse en Sayula, donde nacieron los dos siguientes vástagos: en 1916 María de los Ángeles (que vivió pocos días), y en 1917 Juan. En busca de mayor seguridad, la familia se trasladó a Guadalajara, donde nació el siguiente hijo, Francisco, en 1919. A fines de ese año abandonó Pedro Zamora su teatro de operaciones, no sin dejar negrísimos recuerdos (que aún perduran, debidamente folklorizados). Los Pérez Vizcaíno regresaron entonces, no a Apulco ni a Sayula, sino a San Gabriel, donde vivieron en una casa alquilada. Allí, en 1921, nació el último vástago, Eva, y allí, en una escuelita de monjas, comenzaron Severiano y Juan su educación primaria. En 1923, cuando Juan acababa de cumplir seis años, fue asesinado su padre “por motivos si importancia” (Munguía 22). La madre se quedó en San Gabriel con los cuatro niños, pero en 1927, obviamente al borde del colapso, mandó a Severiano y a Juan, como internos, al instituto Luis Silva de Guadalajara, que era orfanatorio y escuela. Esta separación fue el último adiós, pues la madre murió a fines de ese mismo año, a los treinta años de su edad. Terminados los estudios primarios en el orfanatorio, Juan ingresó en 1932 en el seminario de la arquidiócesis de Guadalajara, de donde salió en 1934. Regresó a San Gabriel y vivió algún tiempo en Apulco, donde “se amanecía tomando café y leyendo a la luz de una vela, pues en la hacienda no había luz eléctrica” (Munguía 27). Poco después, a fines de 1935, Juan y sus dos hermanos menores, Francisco y Eva, fueron llevados a la ciudad de México, a casa del tío paterno David Pérez Rulfo, militar y político. Juan dirá en 1980 (Poniatowska 151): “Me sentí más solo que nadie cuando llegué a la ciudad de México y nadie hablaba conmigo, y desde entonces la soledad no me ha abandonado”. (Lo cual pide una pequeña apostilla: la soledad ya estaba en él desde mucho antes.)
En enero de 1936, pocas semanas después de llegar a México, Juan se incorporó a la burocracia federal como empleado de la Secretaría de Gobernación, y allí siguió hasta mediados de 1947. A quienes se interesen por esta larga, oscura y melancólica etapa de su vida —de los 18 a los 30 años—, les recomiendo mi artículo “Cuitas del joven Rulfo, burócrata”, porque se basa en el expediente mismo de Gobernación
[3]. Entresaco de allí unos cuantos hechos. Quien promovió la entrada de Juan en la burocracia fue su tío David, hombre muy allegado al general Manuel Ávila Camacho, a cuyas órdenes había peleado en 1928 contra los cristeros en la zona de Zapotlán el Grande; Ávila Camacho, a la sazón secretario de Guerra en el gabinete de Cárdenas, es quien firma la solicitud de empleo para “el joven Juan Pérez Vizcaíno, elemento sin vicios, y de una conducta intachable”.
En los papeles del expediente el nombre es siempre Juan Pérez Vizcaíno. Durante todos estos años está Juan en los escalones ínfimos de la pirámide burocrática: en 1936 es “oficial quinto”, con sueldo mensual de $128; en 1937 “taquígrafo de tercera”, con sueldo aún menor: $114; en 1938 “archivista de cuarta”, otra vez con sueldo de $128. Etcétera. Y muy a menudo le descuentan algunos pesos por sus faltas de puntualidad. En efecto, constantemente se presenta en la oficina con media hora, una hora, una hora y media de retraso. Constantemente también se reporta enfermo, y al punto acude a su casa el médico-inspector de la Secretaría, para ver si es cierto. A lo largo de los años hay informes médicos en que figuran las palabras “gripe”, “enteritis”, “gastritis”, “intoxicación”, “apendicitis”, “conmoción”, “choque nervioso”, y que además hacen saber en cuánto tiempo podrá el empleado renovar sus labores: a veces una mañana, a veces un día entero, tres días a lo sumo…
[4].
De octubre de 1939 a enero de 1940 huyó Juan de ese mezquino infierno gracias a una licencia sin goce de sueldo. Fue seguramente en esos cuatro meses, que pasó en Guadalajara, cuando trabajó en su primera novela, cuyo título provisional parece haber sido El hijo del desconsuelo
[5]. A mediados de 1941 consiguió su traslado a Guadalajara. Fue entonces —en 1945— cuando lo traté de cerca. Y fue entonces cuando publicó sus primeros cuentos, firmados ya con el nombre con que el mundo lo conoce: Juan Rulfo.
Suele decirse que este cambio de nombre le fue sugerido por su tío David Pérez Rulfo (Munguía 40). Yo no lo creo. Yo creo que las razones del cambio son menos simples, más profundas. Juan tuvo siempre el hábito de la mentira. Empleo la palabra mentira sin ninguna carga moral, en el sentido desnudamente objetivo de ‘falta de verdad’. Juan rodeó su persona y su obra de toda clase de mentiras, o digamos ocultaciones, ficciones, inventos, medias verdades, silencio. Más aún: de ese modo hizo su persona, y por eso el presente ensayo se llama “La persona de Juan Rulfo”. Bien visto, se trata de un fenómeno humano general: todos ocultamos, todos fingimos, todos representamos un papel en el gran teatro del mundo. (En latín, como se sabe, persona es “máscara”, “papel teatral”, “personaje”.) Pero en Juan Rulfo este fenómeno estaba como exacerbado. El cariñoso retrato que Arreola hizo de él (Del Paso 119) me parece perfecto: Juan era “huraño, cazurro, ladino”. Había en él “como una fuerza oblicua, al sesgo. No había una recta en su pensamiento, sino un ‘diagonalismo’, un espíritu de alfil”. (Y añade: “En ocasiones, cuando conversaba con él, tenía la impresión de que los dos mentíamos pero estábamos de acuerdo en hacerlo”.)
He aquí, para comenzar, una mentira pequeña, pero difícil de explicar. En un documento del expediente de Gobernación, de fines de 1936, declara Juan que con él, aunque no dependiendo de él, viven sus dos hermanos menores. Pero ¿por qué dice que Francisco tiene 14 años y Eva 12, cuando en realidad tienen, respectivamente, 17 y 13? Me parece normal que alguien no sepa la edad de primos que viven en otra ciudad, pero aquí se trata no sólo de hermanos, sino de hermanos que viven en la misma casa. Parece una mentira muy gratuita, muy rara, totalmente desnuda de intención. Pero quizá no sea propiamente mentira, sino más bien un no prestar atención a la realidad, un no darse cuenta.
He aquí otra mentirilla. Del apellido materno, Vizcaíno, dijo Juan en 1980: “Nadie, ningún español se llama Vizcaíno. Ese apellido no existe. Por lo tanto, lo inventaron en México” (Poniatowska 43). Puede tratarse de simple falta de información: el apellido Vizcaíno es tan normal en España como los apellidos Catalán, Gallego, Castellano, etc. Pero creo que se puede ahondar un poco. Rulfo fue gran lector de libros de historia, sobre todo los que tratan de los lugares en que él nació y se crió, el sur de Jalisco, región que en el siglo XVI fue otorgada en encomienda a un tal Alonso de Ávalos y que durante la Colonia se llamó “Provinicia de Ávalos”
[6]. Por esas historias supo Juan que algunos de los primeros pobladores de la zona fueron vizcaínos, gente venida del país vasco, y concluyó, sin más, que los descendientes de algunos de esos pobladores acabaron por apellidarse Vizcaíno. Puro invento. Pero creo que lo que hay en el fondo de esta mentira es la curiosidad de Juan por sus propios orígenes, por sus raíces.
La que sigue es una mentira bastante más compleja. Según Juan, uno de sus tatarabuelos, Juan Manuel Rulfo, peleó contra los franceses durante la intervención y el Imperio (Munguía 39). Ahora bien, ese tatarabuelo, nacido en Querétaro en 1784, peleó, sí, pero naturalmente no en la guerra de Intervención, sino en la de Independencia, y no del lado de Hidalgo o Morelos, sino del lado de los realistas. He aquí lo que dice Munguía con base en la Historia de México de Niceto de Zamacois: “[Juan Manuel Rulfo] se desempeñó con gran rigor fusilando a buen número de Insurgentes. En 1813 es mencionado como capitán de la ‘Compañía de Indios Patriotas’, cuerpos del ejército formados en las poblaciones para luchar contra los insurgentes si se presentaren, y en el propio año consta desempeñaba el puesto de ‘cuarto elector’ del ayuntamiento [de Zapotlán el Grande]” (Munguía 10)
[7]. En 1821, al triunfar los insurgentes, ese tatarabuelo huyó a Tepic, regresó al sur de Jalisco en 1825 y murió en Sayula en 1834, treinta años antes de la Intervención francesa. Quien sí vivió entonces fue el hijo, o sea el bisabuelo de Juan, llamado José María Rulfo. Pero tampoco éste peleó contra los franceses. Al contrario: en 1866, bajo Maximiliano, “aparece encuadrado en el gobierno imperialista, como secretario del subprefecto de Sayula”, y se las arregló, al triunfar Juárez, para conservar el puesto de escribano público, heredado de su padre (Munguía 11). Así, pues, ésta es una mentira de dos cabezas. Por una parte tenemos la fusión de dos antepasados en uno solo, y por otra parte una transmutación y purificación de la historia. No creo que no sea una mentira calculada, tramposa. Propongo esta hipótesis: a Juan se le quedó en la cabeza que un antepasado se había distinguido en acciones de guerra, y que un antepasado había vivido en tiempos de Maximiliano, y entonces, olvidando lo demás, o sea que tatarabuelo y bisabuelo habían estado en el lado “malo” de la historia de México, hizo de los dos personajes uno solo y, poniendo a éste en el lado “bueno”, los dejó limpios a los dos[8]. Fusión, transmutación y purificación: las operaciones de la alquimia.
La operación alquímica es más simple en el cuento de Juan sobre su abuelo materno, Carlos Vizcaíno. Aquí los materiales son, primero, que Carlos Vizcaíno, el creador de la hacienda de Apulco, era muy rico, y segundo, que Pedro Zamora no se andaba con miramientos cuando extorsionaba a los ricachones: los torturaba; se contaba que los mantenía durante un buen rato colgados de los pulgares. Y eso, según Juan, fue lo que hizo Zamora con Carlos Vizcaíno para hacerlo soltar 50 000 pesos, de tal manera que el infeliz perdió los dos pulgares. Munguía le preguntó a Severiano, el hermano mayor, si así había sucedido, y Severiano le contestó simplemente que era puro cuento. (En 1921, cuando murió ese abuelo, Severiano tenía siete años y Juan apenas cuatro.) Lo que aquí tenemos, según yo, es un simple caso de ficción, una dramática expansión “personal” de la leyenda del bandolero causante de la ruina de la familia Pérez Vizcaíno. Es un cuento de base folklórica
[9].
Paso a otras dos notorias mentiras de Juan: la del año y la del lugar de su nacimiento. Munguía publica el acta de nacimiento, donde consta que Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo
[10] nació el 16 de mayo de 1917 en el pueblo de Sayula, por más señas en la calle Madero número 32 (Munguía 20). Pero decía que había nacido en 1918, y no en Sayula sino en San Gabriel, o, alternativamente, en Apulco. Lo del año ha sido explicado por Arreola: Juan declara haber nacido en 1918 “no para quitarse un año, sino por compañerismo”: para hacerles compañía al propio Arreola, y a Alí Chumacero, José Luis Martínez y Jorge González Durán, nacidos todos en 1918 (Homenaje 149). Yo diría más bien: para que ellos le hicieran compañía a él, pues él, por lo visto, se sentía muy solo en la “generación 1917”.
A diferencia de la mentira sobre el año, surgida cuando Juan era ya un escritor reconocido, la mentira sobre el lugar de nacimiento es muy antigua. Y muy explicable también. La explicación está en El Ánima de Sayula, travieso producto de la Musa folklórica, cuyas bien rimadas cuartetas —“En un caserón ruinoso / de Sayula en el lugar / vive Apolonio Aguilar, / trapero de profesión…”, etc.— no han caído en el olvido. El tema de esos versos es cierta proclividad non sancta de un compadre del tal Apolonio Aguilar, pero el pueblo, el folk, atribuyó la proclividad a todos los sayulenses. Cuando un inocente declaraba haber nacido en Sayula, desataba fatalmente un aluvión de risotadas y chocarrerías, y esto no sólo entre adultos, por ejemplo en una cantina, sino también —tal es la fuerza del folklore— entre los chamacos de una escuela, como lo demuestra el siguiente hecho: la lista de alumnos del instituto Luis Silva dice en 1929 que Juan Nació en Sayula; pero la lista de 1930 dice ya que nació en San Gabriel. Seguramente a los doce o trece años comprendió Juan que haber nacido en Sayula era una broma pesada del destino. Por fortuna tenía de donde escoger. En la hacienda de Apulco se habían casado sus padres y había nacido su hermano mayor. Pero San Gabriel, donde nació su hermana Eva, y donde su madre se despidió de él, era un lugar más sustancioso, más localizable en un mapa de Jalisco.
Estas dos mentiras —que a mí me producen una reacción de total simpatía— fueron tan repetidas por Juan, tan propaladas, que en todo esbozo biográfico, y aun en los diccionarios enciclopédicos, han venido a ser una especie de verdad averiguada y establecida. En cambio, la que ahora voy a mencionar —y que a mí me impresiona— es una mentira que Juan nunca dijo, una mentira ex silentio, o, digamos, una verdad tenazmente cancelada y enterrada. Las biografías al uso cubren el período que sigue al año 1932 de diversos modos, unas con datos borrosos, otras con datos precisos, pero extraños. Carlos Blanco, que no es un fantaseador, dice que “a los quince años, en 1933, se marcha [Juan] al Distrito Federal para estudiar Derecho” (Blanco 16), lo cual sencillamente no puede ser: nadie estudia Derecho si no ha pasado antes por la secundaria y la preparatoria. Pero Blanco no tiene culpa: de algún lugar, no sé de dónde, debe de haberle llegado la noticia.
La verdad es ésta. Terminado en 1931 el sexto año de primaria en el Luis Silva, Juan hizo allí mismo lo que se llamaba “sexto año doble”, una como mini-escuela de comercio. (Supongo que entonces aprendió taquigrafía, ya que uno de sus puestos burocráticos fue el de “taquígrafo de tercera”.) Y, terminado el “sexto año doble” en 1932, Juan pasó en noviembre del mismo año al seminario arquidiocesano de Guadalajara, llamado Seminario de Señor San José. ¿Entró porque quería ser sacerdote de Cristo? ¿Cómo saberlo? El hecho es que entró: le aceptaron la solicitud que hizo. Pero no lo pusieron en primer año, seguramente porque los alumnos de primero, muchachos que han terminado la primaria, tienen unos doce años, y Juan, con sus quince y medio, resultaba, digamos, incómodo; el caso es que lo pusieron en segundo año; lo terminó mal que bien, pasó a tercero (año escolar 1933-1934), y en el examen final quedó reprobado en latín (Serrano 2-4). Esto, en un seminario moderno, no tendría importancia, pues a partir del Concilio Vaticano II la Iglesia se ha desentendido del latín. Pero en los tiempos preconciliares el latín era la materia básica, la materia por excelencia en los cuatro años iniciales de la carrera sacerdotal (“seminario menor”). Para pasar a cuarto año Juan hubiera tenido que dedicar las vacaciones de verano de 1934 a estudiar y más estudiar latín, y presentar examen extraordinario. Si hubiera tenido deseos ardientes de ser cura, sin duda lo hubiera hecho. Pero no lo hizo. En agosto de 1934 acabó la etapa seminarística. Me pregunto qué habría pasado si en un principio hubiera entrado Juan, normalmente, a primer año. ¿No sería entonces posible que al final del tercer año su latín estuviera aceptable, y que hubiera pasado a cuarto, y luego a filosofía y teología y derecho canónico, hasta ordenarse de cura?
Pero son especulaciones ociosas. El hecho es que Juan se las ingenió para convertir dos años de su vida en un vacío perfecto, en cero. La verdad acerca de esos dos años se conoció unos días después de su muerte gracias a Ricardo Serrano, uno de sus compañeros, el cual publicó un artículo ilustrado con varias fotografías, una de ellas la del grupo de seminaristas, en la que aparecen, muy serios, Juan y el propio Serrano.
Si alguno de los asistentes al presente “Seminario Internacional Juan Rulfo” desconoce este episodio, no me sorprenderé. Nadie está obligado a saberlo todo. Además, un artículo de periódico es, por definición, cosa efímera. Yo me vine a enterar del de Serrano casi dos años después de que se publicó, y eso porque él me dio fotocopia. Probablemente me impresionó a mí más que a otros lectores por el hecho de que yo mismo estudié, no en un seminario, sino en una orden religiosa, experiencia muy importante, y que nunca he ocultado. ¿Por qué Juan ocultó la suya? La explicación de Munguía me parece muy convincente. Hay que tener en cuenta que, si bien la guerra cristera ya había concluido, el clero mexicano, muy especialmente el de Jalisco, seguía siendo cristero, y esto le constaba al gobierno de la república. Así, pues, el capitán David Pérez Rulfo, que había peleado contra los cristeros en 1928, observando en 1935 “la declarada hostilidad gubernamental a todo lo católico” —“resabio de aquella lucha”—, le hizo ver a su sobrino la necesidad de callarse la boca (Munguía 27). Sin duda algo así debe haber sucedido. Pero queda en el aire una pregunta, y lo mejor será dejarla así, flotando en el aire: ¿por qué Juan mantuvo este silencio cuando ya no era necesario, cuando el conocimiento de esa etapa hubiera sido quizá indiferente para algunos, pero para otros, como para mí, muy sugerente, muy invitador a la reflexión?
Voy a pasar a una mentira que parece muy trivial. En 1945, cuando Arreola y yo platicábamos con él, Juan “trabajaba” en una desolada y destartalada oficina oficina de Migración de la Secretaría de Gobernación. Qué hacía allí, no lo supimos. Ni él nos lo dijo, ni nosotros se lo preguntamos. Leía novelas, eso sí, sobre todo norteamericanas y europeas en traducciones al español; pero de su “empleo” (con sueldo de $152 en esos tiempos) nunca supimos nada. Estoy seguro de que no tenía mucho quehacer. Por eso me sorprendieron las siguientes declaraciones suyas: después de decir que su “misión” en Guadalajara era “pescar a los [extranjeros] que no tenían sus papeles en regla”, añade que a él “le enviaron la tripulación de petroleros alemanes e italianos detenidos en Tampico y Veracruz” cuando, en 1942, México declaró la guerra a las potencias del Eje. “Yo me encargué de vigilarlos —dice Juan—; tenían a Guadalajara como prisión; podían andar en la calle, pero no salir de la ciudad, y todos los días les pasaba yo lista” (Poniatowska 141-142). ¡Muy raro! Esos marineros alemanes o italianos, que más que extranjeros eran “enemigos”, no le fueron enviados a Juan, oscuro “oficial cuarto”, y ni siquiera fue la oficina de Migración de Guadalajara quien se ocupó de ellos, sino que fueron encerrados todos, hasta el final de la guerra, en el presidio de Perote. ¿Será posible —pienso— que Juan, ingenuamente, infantilmente, haya querido darse importancia en un terreno tan sin relación con su verdadera importancia? ¿Será posible que esa supuesta “misión” le haya parecido algo digno de formar parte de su persona?
He dicho que Juan era lector de novelas norteamericanas, y esto me da pie para hablar de una mentira mucho menos trivial. Inmediatamente después de publicado Pedro Páramo en 1955, hubo críticos que detectaron en la novela —así como en varios de los cuentos, por ejemplo “Macario”— la huella inconfundible de William Faulkner. El primero que lo dijo en letras de imprenta parece haber sido Mario Benedetti en un artículo publicado en Marcha, de Montevideo, en noviembre del propio año de 1955. Y en 1956 defendió James Irby su tesis sobre La influencia de Faulkner en cuatro narradores hispanoamericanos, uno de ellos Juan Rulfo (Irby 132-163)
[11]. No sé si Juan leyó esta tesis, pero sin duda supo de su existencia, pues la república literaria de México era pequeña en 1956. El caso es que el 15 de marzo de 1985, cuando se celebraban los treinta años de la primera edición de Pedro Páramo, Juan publicó en Excélsior unas declaraciones de tono solemne, especie de last will and testament, para dejar asentada la “verdad histórica” en cuanto al proceso de elaboración y las circunstancias de publicación de su muy aplaudida novela. No he vuelto a leerlas, pero tengo la impresión de que Juan las hizo sobre todo para negar, y muy categóricamente, cualquier huella faulkneriana en su obra: “Cuando escribí Pedro Páramo yo aún no leía a Faulkner”.
Como antes dije, yo estudié en una orden religiosa, y de allí salí a los 20 años hecho un perfecto imbécil en cuestión de literatura, sobre todo la moderna. Mi introductor a la lengua española (García Lorca, Neruda, Gorostiza…) y a la francesa (Claudel, Cocteau, Duhamel…) fue Juan José Arreola. Y mi introductor a la norteamericana fue Juan Rulfo. Por él supe de la existencia de John dos Passos, de Willa Cather, de John Steinbeck, de Hemingway. Estuve varias veces en su casa, casa de gente acomodada; Juan tenía un buen tocadiscos, y música clásica (lujo inalcanzable para Arreola y para mí)
[12]; y tenía, limpiamente ordenados en la estantería, muchos libros, de los cuales recuerdo en especial las novelas norteamericanas, en traducciones impresas en Buenos Aires y Santiago de Chile. Él trataba de contagiarme su enorme afición a esas novelas, pero yo, la verdad, bastante quehacer tenía con los contagios de Arreola. Como para facilitarme la entrada en ese mundo nuevo, Juan me prestó una novela sencilla, God’s little acre de Erskine Caldwell (La chacrita de Dios en la traducción argentina). Y, sobre todo, me puso por las nubes las novelas de Faulkner, que él estaba dispuesto a prestarme. El resultado fue que inmediatamente me eché a leer una de ellas, Santuario[13].
Si en 1985 mi trato con Juan hubiera sido como el que tuvimos cuarenta años antes (creo que la última vez que lo vi fue a fines de 1981)
[14], le habría dicho: “Juan, ¿pero por qué dices eso, si tú y yo y Arreola sabemos que no es verdad?” Pero es claro que el Rulfo de 1985 no era el de 1945. Era otro. Y me doy esta explicación: consciente —y orgulloso— de la originalidad de Pedro Páramo, tan subrayada además por la crítica, Juan tiene que haber sentido que quienes hablaban de lo faulkneriano estaban achicando esa originalidad. Los hombres famosos suelen volverse muy susceptibles. La responsabilidad de esa flagrante mentira no recae sobre Juan, sino sobre su gigantesca fama[15].
Y si en 1985 hubiera tenido un trato más o menos asiduo con él, también le habría dicho: “Puesto que el objeto de tus declaraciones es decir cómo se hizo Pedro Páramo, ¿por qué no mencionas la ayuda que te dio Arreola en un momento en que mucho la necesitabas?” En efecto, ésta es otra mentira ex silentio, como la del paso por el seminario. He aquí mi testimonio: Una vez, pocos meses antes de que saliera Pedro Páramo a la luz, me contó Arreola, en esencia, lo siguiente:

El otro día estuve en casa de Rulfo porque me
pidió ayuda. Estaba en un atolladero, realmente
angustiado por el plazo de entrega de su novela,
y quería que le ayudara a hilvanar los pasajes
que tiene escritos. Yo le dije: “Mira, tu novela
es como es, hecha de fragmentos, y así funciona
muy bien. El orden es lo de menos”. Entonces puse
en la mesa del comedor los distintos montoncitos
de cuartillas, y comenzamos a acomodarlos mientras yo le decía esto aquí, esto quizá después, esto mejor hacia el comienzo. Tardamos varias horas, pero al final Juan estaba ya tranquilizado.

Eso que me contó Arreola, y que resumo con la mayor honradez, se me quedó muy grabado por la sencilla razón de que yo tenía unas ganas enormes de leer la novela de Juan desde que me topé en la revista Universidad de México, en junio de 1954, con el maravilloso “Fragmento de la novela Los murmullos”
[16].
A fines de 1988, al recordar Arreola y yo este episodio en un diálogo público, durante el gran simposio rulfiano celebrado en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, él dijo (Homenaje 208-209) que fueron dos las sesiones, y añadió algo que yo no recordaba. Lo cito: “Mira, en realidad no nomás estaba hecho todo Pedro Páramo, sino que hubo Pedro Páramo de más, que no conocimos nunca. Cuando yo llegué, esa tarde, ya había un cesto con muchas cuartillas rotas y él estaba en trance de seguir rompiendo”. Arreola no lo dice expresamente, pero da a entender que él moderó esa furia destructora, tan de Rulfo. Y, como para quitarle trascendencia a su intervención, añade esto: “Yo creo que cualquiera que fuera el orden que se diera a los fragmentos, existiría Pedro Páramo igual, dejando sólo la parte final exacta como está”. (O sea que allí no hubo problema alguno: el final fue siempre el final.)
[17]
¿Por qué este espeso silencio de Rulfo? Seguramente, me digo yo, por la misma razón tan sin razón que lo llevó a negar la lectura de Faulkner. ¡La fama, la maldita fama! Todos los que han escrito sobre Pedro Páramo habrán estudiado, quién más, quién menos, la disposición del texto, la secuencia narrativa, las rupturas…, en una palabra, la estructura novelística. Y ciertamente hay abundante material de análisis, abundantes oportunidades para que los rulfistas se luzcan, sobre todo si poseen un buen bagaje de doctrinas “narratológicas”. Pero no sería superfluo para los rulfistas saber que, más que obediencia a un exquisito plan artístico que se hubiera trazado Rulfo, la estructura del Pedro Páramo que conocemos no es sino el resultado de las horas que empleó Arreola en sacar del atolladero a su amigo.








BIBLIOGRAFÍA CITADA

Alatorre, Antonio. “Historia de la palabra gachupín”. Scripta philologica in honorem Juan M. Lope Blanch, Elizabeth Luna Traill (ed.). Tomo 2: México: UNAM, 1992, 275-302.
— Ensayos sobre crítica literaria. México: Conaculta, 1993.
— “Mirada de la memoria” (entrevista con Roberto García Bonilla). Los Universitarios, 87 (septiembre de 1996): 12-15.
Blanco Aguinaga, Carlos. “Introducción”. El llano en llamas. Madrid: Cátedra, 1985.
Del Paso, Fernando (ed.). Memoria y olvido: vida de Juan José Arreola (1920-1947). México: Conaculta, 1991.
Homenaje a Juan Rulfo. Recopilación, revisión de textos y notas de Dante Medina. Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 1989.
Irby, James East. La influencia de William Faulkner en cuatro narradores hispanoamericanos. Tesis doctoral, UNAM, 1956. (En mi biblioteca).
Munguía Cárdenas, Federico. Antecedentes y datos biográficos de Juan Rulfo. Guadalajara: Unidad Editorial del Gobierno de Jalisco, 1987.
Ponce, Armando. Rulfo en llamas, 2da, ed. Universidad de Guadalajara/Proceso, 1988.
Poniatowska, Elena. ¡Ay vida, no me mereces! Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Juan Rulfo, la literatura de la onda. México: Joaquín Mortiz, 1985.
Serrano, Ricardo. “El seminarista Juan Rulfo. Verdadera raíz de su personalidad”. Suplemento dominical de Excélsior, 29 de enero de 1986.


[Literatura Mexicana; Instituto de Investigaciones
Filológicas. Centro de Estudios Literarios. UNAM.
Vol. X. Números 1-2, México, 1999.]
* Ensayo leído (sin las notas) el 31 de octubre de 1996 durante el “Seminario Internacional Juan Rulfo” organizado por el departamento hispánico de la Universidad de Ottawa. Se ha publicado —pero en forma mutilada— en Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, 22 (1998), núm. 2, pp. 1-13. [N. E. Apareció con erratas en nuestro número anterior de Literatura Mexicana (IX-2, pp. 367-386), por lo cual lo publicamos de nuevo.]
[1] El hermoso libro de Fabiola Ruiz, Por el camino de Juan, Zapopan, Jal., 1995, basado asimismo en documentos de archivo y en entrevistas, supera al de Munguía en número de datos, pero su utilización se dificulta porque no tiene formato “técnico”, sino que está escrito a manera de “glosa” poética e imaginativa. Complemento valioso de este libro es el álbum fotográfico reunido y presentado por la misma autora: Por el camino de Juan (Iconografía), Universidad de Guadalajara, 1996.
[2] ¿Habrá un mapa en que figure esta hacienda? El nombre que le da Munguía es San Pedro Toxín; parece más convincente el que le da Fabiola Ruiz: San Pedro Totzín.
[3] Se publicó en la revista Umbral de Guadalajara, núm 2 (primavera de 1992), pp. 58-71. El documento final del expediente es copia de una “Constancia de servicios prestados a la Secretaría de Gobernación por el C. Juan Pérez Vizcaíno”, expedida en septiembre de 1978 “a solicitud del interesado”. Me pregunto: ¿qué interés habrá tenido Juan, a tales alturas, rodeado de fama mundial, siete años de su muerte, por esa constancia de servicios burocráticos? Misterio.
[4] Cosa notable: el 23 de marzo de 1917 el empleado Juan Pérez Vizcaíno se hace merecedor de una reprimenda por haber cortado —¡y “ante la presencia del policía”!— una rosa en el jardincito que hay en la entrada principal de la Secretaría.
[5] Veinte años después nos dio a Tomás Segovia y a mí un fragmento de esa novela, intitulado “Un pedazo de noche”, y nosotros nos apresuramos a publicarlo en la Revista Mexicana de Literatura (septiembre de 1959). Está fechado en “Enero, 1940”. Iba a ser una novela de ambientación urbana. A ella se refiere Arreola en una charla de 1988, pero, evidentemente, equivocando la cronología: “Cuando Juan Rulfo comenzaba a escribir los cuentos de El llano en llamas, tenía la nostalgia de una literatura ciudadana…; a mí, no una vez, varias veces, me dice: ‘Ya me estoy cansando de escribir estos cuentos de la tierra, de personajes rancheros…; voy a hacer una novela ciudadana’. Y empezó a escribir una novela que se iba a desarrollar en Santa María La Ribera; hasta me leyó algunas cosas del principio de su novela” (Homenaje 206-207).
[6] Juan fue fanático lector de libros de historia. En el seminario anduvo mal en varias materias, sobre todo en latín, pero “significativamente obtuvo examen de honor con diploma de primera clase en historia patria” (Munguía 35). Se me quedó grabado algo que un día me dijo en Guadalajara: en un viaje a Tuxcacuesco tuvo la grata sorpresa de ver que el archivo (no sé si el municipal o el parroquial) estaba intacto, a pesar de la “bola”. Hacia 1980, una vez que coincidimos en la librería El Ágora, casi me forzó a comprar los Procesos inquisitorial y militar seguidos a D. Miguel Hidalgo y Costilla (México, 1960). Me puso el libro en las narices, diciéndome: ¡Cómpralo ahorita mismo, porque está agotado! (y se lo agradezco: el libro vale la pena). Consta que leyó a los cronistas de la Colonia, y en 1963 escribió un prólogo para la reedición faccimilar de las Noticias históricas del conquistador de Jalisco, Nuño de Guzmán. Dice Munguía que su relación con Juan se inició con motivo de un libro suyo sobre el sur de Jalisco. Juan tuvo noticias de él, lo alentó a publicarlo (“Es importante porque existe un vacío sobre esa zona en la historia de Jalisco, ya que hasta la fecha nada se ha escrito sobre ella”) y le sugirió intitularlo La Provincia de Ávalos (Munguía 36). También se interesó por la historia de Colima, porción del mismo mundo geográfico. Véase la “Presentación del libro ¿Dónde quedó nuestra historia?, última conferencia de Juan Rulfo” (con intervenciones de Gonzalo Villa Chávez, Antonio Alatorre y Emmanuel Carballo), en Homenaje 249-261.
[7] Naturalmente, los insurgentes tuvieron un odio muy especial por los mexicanos que en 1810-1821 pelearon del lado de los españoles. A fines de 1810 circulaba una hoja volante, hecha en “imprentilla de mano”, contra esas “almas negras, mercenarias, tan infames y viles como la de los perversos gachupines” (Alatorre 1992: 299).
[8] En esos Procesos contra Hidalgo que Juan me hizo comprar en El Ágora encontré el dato de que en 1810, en Aguascalientes, “los indios de las inmediaciones” (como los de todas partes) se pusieron a degollar gachupines, y el cura Hidalgo nombró supervisor de la matanza a un “coronel Alatorre”, que bien puede haber sido lejano pariente mío. (Mi árbol genealógico comienza apenas, y borrosamente, con mis abuelos.) Pero yo no siento ni orgullo porque ese Alatorre estuvo del lado “bueno”, ni vergüenza porque participó, aunque fuera marginalmente, en tales atrocidades. Me limito a observar —¡ah, la historia de México!— que ese posible antepasado mío estuvo al mando de indios anti-gachupines, y Juan Manuel Rulfo al mando de indios anti-insurgentes. —Y puede añadirse otra reflexión: los dos padres de Rulfo eran hacendados, mientras que mi padre fue hijo de un típico “peón de hacienda”. (Tampoco a esto le doy importancia.)
[9] Las vivencias, las experiencias reales de Juan, están, en su obra, entrañablemente amalgamadas con las cosas que contaba la gente. No sabemos, por ejemplo, si llegó a ver con sus ojos esas sartas de ahorcados, “monigotes con el rostro ennegrecido meciéndose al viento, con la soga al cuello” (Munguía 32). Pero si las vio o no las vio da lo mismo. A propósito de “lo que contaba la gente”, es interesante lo que averiguó Munguía sobre el abuelo Carlos Vizcaíno y el bisabuelo Lucas Vizcaíno. De los dos se decía que tenían hecho pacto con el diablo: sólo así se explicaba su mucha riqueza. Estaban, pues —pienso yo—, perfectamente “folklorizados”. Munguía los pone al lado de José María Manzano, a quien el diablo “le había proporcionado un animalito de los llamados cuyos, que en vez de excremento le arrojaba pepitas de oro”. Este Manzano “de negra memoria”, señor de horca y cuchillo, que se apoderó de las tierras de Tolimán expulsando a los indios que las poseían, ha sido “señalado como una de las figuras de que tomó Rulfo caracteres para su personaje Pedro Páramo” (Munguía 14-15). Y, bien visto, tan “ficción” es Pedro Páramo como el abuelo colgado de los pulgares. En un sentido, toda la obra de Rulfo tiene “base folklórica”. He aquí un detalle significativo. En 1945, años antes de que aparecieran en El llano en llamas “los indios güeros de Zacoalco, zanconzotes y con caras como de requesón”, tuvimos Rulfo y yo un pequeño différend a causa de ese extraño grupo étnico; la gente decía que los indios de Zacoalco eran racialmente indios y sin embargo completamente rubios. Yo lo puse en duda, y Juan se irritó por mi escepticismo.
[10] Así en el acta de nacimiento. En la de bautizo se invierte el orden de los nombres: Carlos Juan Nepomuceno. Tenemos aquí una muestra del tradicionalismo de la familia. Severiano se llamó así en memoria del padre de su padre, Severiano Pérez Jiménez, y el nombre de Juan Nepomuceno le vino a Juan de su propio padre y del abuelo de su padre, Juan Nepomuceno Pérez Franco. El otro nombre, Carlos, era el del abuelo materno, Carlos Vizcaíno, que vivía aún en 1917.
[11] Los otros tres son Novás Calvo, Onetti y Revueltas. Mario Benedetti (citado por Irby 134, 158) había señalado sobre todo la huella de Absalom! Absalom!, y había visto en Comala “algo así como un Yoknapatawpha mexicano”. Yo, lector fiel de Juan Rulfo, no leo sino muy esporádicamente lo que sobre él se escribe. Es posible, pues, que después de la tesis de Irby haya habido cambios en ese terreno de “literatura comparada”. Pero lo dudo: primero, porque las obras estudiadas por Irby son prácticamente las mismas que hoy conocemos (nada de sustancia añadió Juan después), y segundo, porque Irby muestra ya en esa tesis juvenil el instinto indagador, la solidez de razonamiento, la finura de análisis y el equilibrio crítico que brilla en sus trabajos posteriores. Feroz autocrítico por otra parte, Irby nunca quiso publicar su tesis. Valdría la pena arrancarle el permiso de darla a la imprenta, y tal cual, sin quitarle ni ponerle nada. (Entre otras cosas, su acuciosa bibliografía hace ver lo poco que en 1956 se había escrito sobre Rulfo.)
[12] Clementina Trujillo, que conoció a los Pérez Vizcaíno en San Gabriel, recuerda: “Casa de ricos: una de aquellas grafonolas de manivela…; tenían discos…; la voz de Caruso, arias de ópera, orquestas europeas… Pues ésa era otra diversión de Juan” (Munguía 23). En 1935, en Apulco, no se dedicó sólo a leer maniáticamente; también hacía alpinismo, y “complet[aba] su tiempo escuchando música clásica” (Munguía 27).
[13] Pero no la leí en traducción, sino en el original, que compré en paperback, para así matar dos pájaros de un tiro, o sea: para leer a un novelista tan ponderado por Juan (y que, naturalmente, me impresionó mucho: ¡era tan distinto de Duhamel!) y para ejercitarme en la lectura del inglés, lengua que aprendí a leer a lo bruto, o sea a lo autodidáctico.
[14] Fue durante el pseudo-coloquio que el candidato a la presidencia, Miguel de la Madrid, tuvo en Guadalajara con un grupo de intelectuales jaliscienses. Uno de éstos dijo que la lectura de novelas extranjeras estaba corrompiendo y “desmexicanizando” a la juventud, a lo cual repliqué yo que el mexicano Juan Rulfo, allí presente, había sido gran lector de novelas gringas. (Véase Alatorre 1993, 163-164, 176-177.) Después del pseudo-coloquio hablé con Juan. Reproduzco lo que dije en una entrevista (Alatorre 1996): “[Juan] se veía agobiado. Ese mismo día había estado en Colima. Luego llega a Guadalajara y lo acomodan [durante la cena] a la derecha del candidato, para que luciera” (o sea, para que su presencia le comunicara un místico prestigio al candidato). “¡Ay, Antonio —me dijo—, estoy cansado, desesperado!” Yo, que estaba allí por pura curiosidad (pues nunca he creído en el diálogo de los intelectuales con los políticos), le dije: “¿Qué necesidad tienes de estar en este circo? Haz como Arreola” (porque Arreola, que estaba en Guadalajara, tuvo la cordura de no presentarse). Pero Juan me contestó: “¿Qué quieres que haga?” Él no podía negarse. (Estaba agarrado.)
[15] Poco después de publicadas las declaraciones en Excélsior, Emmanuel Carballo escribía: “En 1953 Rulfo y yo intercambiamos libros: yo le di un tomo, que él no poseía, de los Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, y él a cambio me cedió un ejemplar sudado y manchado por la lectura de Las palmeras salvajes” (citado por J. A. Ascencio en Homenaje 66).
[16] En cambio —cosa rara— no leí sino muchos años después el “Fragmento de la novela en preparación Una estrella junto a la luna”, publicado en Las Letras Patrias, enero-marzo del mismo año de 1954 (donde Comala todavía era Tuxcacuesco).
[17] Pienso, por cierto, que Arreola adoptó el “fragmentarismo” de Pedro Páramo al escribir La feria. (Nunca se lo he preguntado, ni sé si en algún lugar se ha dicho algo al respecto.) Es también la “técnica” de La colmena de Camilo José Cela; pero haría falta saber si Cela había leído Pedro Páramo. —Sin duda existían (y existen) ciertas “leyendas” sobre la elaboración de Pedro Páramo. En 1980 Juan Manuel Galaviz (según Federico Campbell en Ponce 125) recogió dos de esas “leyendas”: la que hablaba “de un voluminoso original mutilado contra la voluntad de Rulfo”, y la que decía “que el trabajo de corrección definitiva y organización de la novela [era] mérito sobre todo de Alí Chumacero y Antonio Alatorre”. La primera leyenda, basada desde luego en el hecho de que Pedro Páramo era originalmente más “voluminoso”, añade el toque novelesco de que la reducción se hizo ¡contra la voluntad de Rulfo! (El mismo Campbell, en Ponce 124, cita esta declaración de Rulfo, publicada en 1979: “Quité 150 páginas en las que había divagaciones, elucubraciones mías, intromisiones, explicaciones… Saqué todo eso”). En cuanto a la segunda leyenda, es falsa, falsísima, en lo que a mí se refiere. Después de 1945,como ya dije, mis contactos con Rulfo fueron muy exiguos y muy esporádicos. Pero creo que algo tiene de verdad en lo que toca a Alí Chumacero. No me parece posible que entre junio de 1954 (cuando se publicó el fragmento de Los murmullos) y el 19 de marzo de 1955 (cuando “se acabó de imprimir” Pedro Páramo) haya tenido Rulfo la calma necesaria para introducir las muchas correcciones “de estilo” (debidas en buena medida a prurito gramatical) que presenta el texto definitivo frente al “fragmento”. Éste procede sin duda del original que estaba ya procesándose en el Fondo de Cultura Económica, y se publicó en Universidad de México como anticipo o “reclamo”. Tengo para mí que esas correcciones se deben a la mano de Alí Chumacero, que era corrector de pruebas en el Fondo: según el colofón, “cuidaron la edición José C. Vázquez y Alí Chumacero”. (Me parece, por cierto, muy significativo que las “leyendas” no mencionen la intervención de Arreola. Ésta ocurrió muy en privado; nunca tuvo publicidad.)

 

JUan Rulfo ante la crítica



 

La entrevista perdida


La literatura es un arte,
o un ejercicio misterioso,
en el que las opiniones del
autor no cuentan. Y puede
que tampoco sus intenciones.

—Jorge Luis Borges


Cuando Juan Rulfo leyó su novela Pedro Páramo veinte años después de haberla publicado —es decir, Rulfo como lector de Rulfo—, tuvo la sensación de que en su personaje había una carga histórica que tal vez él mismo no había tenido muy consciente cuando la escribió:
“Pedro Páramo es un cacique. Eso ni quien se lo quite. Estos sujetos aparecieron en nuestro continente desde la época de la conquista con el nombre de encomenderos”, le dijo en 1975 al poeta argentino Máximo Simpson.
El escritor contaba con que la figura del cacique estaba ya entre los señores mexicas. Ya existía el cacicazgo como forma de gobierno antes de la toma de Tenochtitlan, “de tal suerte que los conquistadores españoles sólo echaron raspa, es decir, les fue fácil desplazar al cacique indio antes de tomar ellos su lugar. Así nació la encomienda, y más tarde la hacienda con su secuela de latifundismo o monopolio de la tierra”.
La entrevista con Máximo Simpson, que vivió en México en los años 70, no llegó a cumplirse porque Rulfo nunca entregó sus respuestas al entrevistador. El acto de la entrevista, entonces, no se consumó. De haber sido recibida y publicada por Simpson el texto le pertenecería ahora como autor, pero como quedó algún tiempo olvidada entre los manuscritos que dejó el novelista jalisciense, fallecido en 1986 a las 69 años, el copyright al parecer corresponde a sus herederos. Sin embargo, la anécdota replantea un interesante problema para los especialistas en derecho de autor. ¿Quién es el verdadero autor de la entrevista, el entrevistado o el entrevistador?
No deja de ser rulfiano que a Simpson Juan Rulfo le conteste desde el más allá: desde ultratumba, como Chataubriand.
Para el escritor argentino fue un verdadero regalo de la vida que el tiempo —veinticinco años después— le haya devuelto las respuestas de Rulfo primero en la revista Milenio (del 14 de septiembre de 1998, México DF) y luego en el número 1 de Los Murmullos (primer semestre de 1999), el boletín de la Fundación Juan Rulfo que reproduce las preguntas a máquina de Simpson y las líneas redactadas por Rulfo, en tinta verde y de su puño y letra. (Más tarde Alberto Vital las incorporó también, sin darle crédito a Simpson como firmante de la entrevista, en Noticia de Juan Rulfo, la mejor biografía que hasta ahora se ha escrito sobre el mejor novelista mexicano de todos los tiempos.)
A Simpson le emocionó mucho la fotocopia de su cuestionario y las contestaciones de Rulfo:
“Fue una verdadera sorpresa, y muy grata, porque yo había dado todo por perdido, y nunca imaginé que Rulfo intentaría contestar ni siquiera la primera pregunta. Yo conocía, como muchos otros, la actitud reticente de Rulfo ante el periodismo, y no quise acosarlo para obtener sus respuestas. Siempre me repugnaron los periodistas mercenarios, para los que una buena primicia vale más que una o muchas vidas”.
La entrevista había sido acordada por Rulfo en casa de Fernando Benítez, adonde fueron a comer Máximo Simpson y Federico Vogelius, entonces director ejecutivo de la revista Crisis de Buenos Aires. Rulfo dijo que esta vez sí iba a responder. Le pidió a Simpson que prepara unas preguntas para contestarlas por escrito. Después de entregarle la lista, Simpson le mencionó la idea dos o tres veces, pero no quiso insistir más. Le pareció que Rulfo no tenía ganas de seguir con ese compromiso y sintió que él, Simpson, estaba respetando su voluntad.
“Me hubiera dado vergüenza importunarlo. Para mí era más importante mantener una relación cordial con ese ser humano y escritor al que admiraba inmensamente y por el que sentía mucho cariño, aunque no era mi amigo, sino apenas un conocido. Me gustaba sentarme a conversar con él cuando lo encontraba en la librería El Ágora. Siempre fue muy cordial. No hablábamos de literatura sino de bueyes perdidos, y ése es uno de los regalos que me dio la vida, y que le debo a mi querido México.”
Durante los años anteriores a 1975, los veinte que habían transcurrido desde 1955, fecha de la primera edición de Pedro Páramo, Rulfo no había hablado del encomendero. La idea de asociarlo con el cacique parece haber sido una deducción suya, a posteriori, como lector de Pedro Páramo. Tal vez por su profundo conocimiento de la historia de México, especialmente la del siglo XVI.
Lo que en otro párrafo refrenda la entrevista frustrada es el interés y la pasión que tenía Rulfo por lo que los filósofos alemanes llaman el quehacer histórico social. Tenía conciencia de la tierra, de la historia y sus consecuencias, su devenir, su construcción social y política. Y entendía sus concatenaciones. A ese tipo de experiencia histórica, y no sólo personal, aludía cuando razonaba que la creación literaria se hace de la experiencia, la memoria, la imaginación y la emotividad. Si era un escritor nato, como decía Efrén Hernández, fue porque nació sabiendo lo que a otros les toma cuarenta años entender: que la literatura es invención y mentira, que está íntimamente engarzada al ser humano y que procede a partir de la ficción de la memoria, dejando blancos activos aquí y allá, oquedades significativas, huecos por donde puede inmiscuirse la creatividad del lector (como el que ve en el cacique al encomendero). Por eso consiguió que el realismo fuera también en su obra, sin dejar de serlo, una ilusión.
“Yo no me preguntaría por qué morimos, pongamos por caso; pero sí quisiera saber qué es lo que hace tan miserable nuestra vida. Usted dirá —le dijo a Máximo Simpson— que ese planteamiento no aparece nunca en Pedro Páramo; pero yo le digo que sí, que allí está desde el principio y que toda la novela se reduce a esa sola y única pregunta: ¿dónde está la fuerza que causa nuestra miseria?"


http://federicocampbell.blogspot.com/

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